El día en que el estadio del Atlético de Madrid se volvió triste

Por: César Octavio Huerta (@zorrotapatio)

23 de febrero 2018 (Madrid, España).- Es un mediodía como cualquier otro en Madrid. La gente camina velozmente. Algunos se detienen a mirar el aparador de alguna tienda mientras los meseros limpian el desastre generado la noche anterior en los bares. De pronto, la Plaza Mayor, el corazón fundacional de la ciudad, se llena de unos turistas atípicos: usan camisas o chamarras deportivas, hablan una lengua que no es el español y de vez en cuando, entonan cánticos vikingos mientras beben cerveza ante la mirada atenta de una decena de policías.

Ellos son aficionados del FK Kobenhvn (FC Copenhague), quienes han venido desde la capital de Dinamarca para ver a su equipo. Lucen sonrientes, felices. Se dan abrazos y forman pequeños grupos para charlar. Y no es casualidad. Vienen del país en el que sus habitantes son los más felices del mundo, según el Índice de felicidad publicado por el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas.

Quizá ése es el motivo por el que decidieron viajar más de dos mil kilómetros para ver a su equipo, pese al resultado adverso que el Copenhague FC sufrió en el partido de ida de los dieciseisavos de la Europa League. Fueron goleados 4-1 por el Atlético de Madrid y hasta Ståle Solbakken, su técnico, reconoció en una conferencia posterior que estaban “muertísimos”. Pero nada de eso importa. Soñando con la osadía de remontar el marcador, toman el sol felices en la mítica plaza en la que en una época se realizaron corridas de toros y en otros tiempos fueron decapitados los hombres condenados por la Inquisición. Cuatrocientos años después de su construcción, en la Plaza Mayor todo es fiesta, se vive una auténtica celebración.

Aficionados daneses en Madrid. Imagen: César Huerta.

II

A unos pasos de Plaza Mayor pero a unos cuantos metros bajo tierra, un hombre mayor de unos 70 años, de piel blanca, menudito, cabello canoso peinado hacia atrás, bigote recortado y con un cierto aire parecido al escritor Mario Benedetti, espera impaciente que el Metro avance.

Frente a la inmensidad de una masa de gente que llena el metro y no deja ni un milímetro de espacio vacío, el hombre balbucea maldiciones en voz baja mientras una mujer de unos 40 años de cabello oscuro lo observa y lo escucha atentamente. Faltan menos de dos horas para que los once jugadores del Atlético de Madrid salten a la cancha y el viejo enfundado en una chamarra negra con el escudo percudido, abrigado con una bufanda rojiblanca, se pone cada vez más furioso mientras en el sonido de la estación la voz de un hombre explica que hay un retraso en el servicio provocado por el “mal uso de los usuarios en las instalaciones”, por lo que el metro no se moverá en al menos unos diez o quince minutos.

A medida que el reloj avanza, los usuarios con prisa deciden bajarse del vagón e ir caminando a sus destinos. Otros, simplemente leen el periódico o pasan el tiempo en su celular, mientras los más viejos aprovechan el tiempo perdido para refunfuñar por la pérdida de tiempo. El más encabritado claro está, es el viejo aficionado del Atleti.

Para que no se sienta solo en su reclamo, tratando de ser solidario, me acerco a su oído ataviado con una prótesis auditiva para escuchar mejor y le digo: “también voy al estadio, a ver si alcanzamos a llegar”. El viejo responde: “hombre, desde aquí es la única manera de llegar en transporte público”. Permanezco a su lado y aprovecho la interrupción para comerme una manzana. Él, de vez en cuando me mira a los ojos, de vez en cuando, manoteando un poco, reniega en voz baja pero ante los murmullos de las personas, sus palabras son difíciles de escuchar.

Por fin, unos diez o doce minutos después, se escucha un pitido y las puertas se cierran. El Metro avanza y el viejo del Atleti, poco a poco se calma. Una estación antes de transbordar, se para con dificultad, se sostiene firmemente de uno de los tubos y en cuanto las puertas del Metro se abren, el viejo arranca caminando con una velocidad inusitada y se pierde entre la multitud.

Estadio Metropolitano. Imagen: César Huerta.

III

Al salir del Metro, en la estación del Estadio Metropolitano, lo primero que uno observa es la ciudad de Madrid en horizontal, vista desde la zona noroeste. Pletórica, con sus edificios verticales que resaltan, bajo las nubes en cierta calma. Al dar media vuelta, una gran mole de concreto gris aparece ante mis ojos y se erige como un templo. A su lado, una enorme bandera del Atleti ondea.

Camino junto a otros seguidores, vestidos con enormes chamarras negras que los cubren del frío y sus bufandas rojiblancas que les identifica como seguidores fervorosos del Atlético de Madrid. Llego a la plazoleta que rodea al Estadio, camino unos pasos y observo a todo el mundo mirando hacia el piso. ¿Qué hay? ¿Por qué hacen eso? Me aproximo y veo el porque: en el cemento gris, se han incrustado decenas de placas en lo que denominan el “Paseo de las Leyendas”.

Cada una de ellas están puestas ahí en homenaje a los jugadores que han hecho historia disputando más de 100 partidos oficiales vistiendo la playera del Atlético de Madrid, desde el año de su fundación en 1903. Una de las más famosas, es la del actual técnico, Diego “El Cholo” Simeone, a donde la gente va para tomarse selfies, rindiéndole tributo. Y como no hacerlo, este hombre le ha traído una inmensa felicidad a los aficionados, volviendo a dotar de prestigio al cuadro madrileño.

La enorme bandera del Atlético de Madrid. Foto: César Huerta

En contraste, otra de las placas más buscadas por los aficionados, no es la de uno de sus laureados, sino la de uno de los más odiados por la afición colchonera: el futbolista mexicano Hugo Sánchez. A lo largo del Paseo, su nombre es uno de los más sonados. La gente busca su placa y cuando dan con ella, la pisotean, la ensucian, la escupen. Los aficionados no le perdonan abandonar al equipo pese a haber militado durante 162 partidos, darles una Copa del Rey y ser uno de sus máximos goleadores durante cuatro temporadas consecutivas. Y es que el pecado es muy grande: Hugo Sánchez salió para formar parte del Real Madrid, el odiado rival en el que militó durante siete temporadas y se convirtió en un goleador de época, marcando 208 goles en 282 partidos oficiales y conquistó 1 Copa de la UEFA, 5 Ligas, 1 Copa del Rey, 3 Supercopas de España, 4 Trofeos Pichichi y una Bota de Oro.

Pero esa extensa carrera de éxito poco le importa a los aficionados del Atleti. Todo se reduce al magro recuerdo de aquel día en el que Hugo Sánchez se vistió con la camisa del Real Madrid. La gente lo odia a muerte. Niños, jóvenes, señores y abuelos actúan de la misma manera ante la placa en la que hay una calcomanía en la que se lee: “Madridistas hijos de Puta”.

Pese a la discrepancia que produce y que los aficionados quisieran borrarlo de la historia para siempre, tras la inauguración del Estadio, el presidente del Atlético, Enrique Cerezo, terminó abruptamente con la polémica creada y sentenció: “El que no esté de acuerdo, que vaya a hablar con las placas”. Y eso, partido tras partido, es lo que van a hacer los aficionados rojiblancos: se bronquean con la placa de Hugo Sánchez.

El Hugo Sánchez odiado. Imagen: César Huerta.

IV

El partido estaba resuelto desde antes de que ambas escuadras saltaran a la cancha. Con tres goles a favor y en casa, el Atlético de Madrid no necesitaba hacer mucho para avanzar a octavos de final en la Europa League. Difícilmente, con un cuadro infinitamente inferior, el Copenhague podría remontar. Hacerlo, sería un auténtico milagro. Sin embargo, para que algo suceda en el futbol, los partidos deben disputarse.

Con todo a su favor, el cuadro madrileño saltó a la cancha y el Estadio poco a poco fue llenándose hasta quedar casi cubierto totalmente de espectadores. Muchos de ellos todavía no llegaban a sus asientos, cuando al minuto 6 del primer tiempo, el delantero francés Kevin Gameiro tomó el balón a las afueras del área y con un zurdazo majestuoso mandó el balón al fondo de la red, inatajable para el portero del cuadro danés.

Aquí podría terminar esta historia. Un triunfo contundente en el marcador global. Un Atleti que saltó a la cancha para cumplir con el trámite. Pero hay un elemento importante que habita en el ambiente denso que se vive en el Estadio: este partido podría ser el último de Fernando Torres, el mítico delantero del Atlético de Madrid.

Es aquí, donde el drama lo cubre todo. Cada pelota que toca Torres, podría ser la última vestido con la camiseta rojiblanca. Y la afición, sabedora de que uno de sus mayores exponentes está casi fuera del club, ovaciona a su ídolo: “¡Fernando Torres! ¡lo lo lo lo lo! ¡Fernando Torres! ¡lo lo lo lo lo!”.

“El niño”, como es conocido el delantero del Atleti por su apariencia eterna de “chaval”, ha sabido corresponder el cariño que la afición tiene hacia él. Cuando en verdad era un niño, su abuelo lo llevó al Calderón, el antiguo estadio del Atlético, y desde entonces su corazón se pintó de rojiblanco. Años más tarde, debutó con el primer equipo y con una tenacidad asombrosa, mostrando un despliegue futbolístico fantástico, se convirtió en el portador titular de la “9”. Con ella, anotó una gran cantidad de goles e hizo feliz por muchos años a la afición del Atleti.

Pero esta noche, esa historia podría llegar a su fin. Es por él, que la nostalgia invade al Metropolitano y cuando toca el balón, el rostro de los aficionados se estremece. Él, con la inminente salida cargando en su espalda, lucha con todas sus fuerzas por meter el esférico a la red. Sus compañeros tratan de jugar para él. Le pasan la pelota cuando pueden e intentan que se despida celebrando un gol. Pero la pelota se resiste a caer en sus encantos. La toma y se le esfuma rápidamente. La toma y se vuelve escurridiza. Él tira pero el balón no llega a su destino. El tiempo transcurre. El frío del invierno arrecía en la tribuna y Torres no anota.

En las pantallas se anuncia el tiempo adicional de 2 minutos. Nadie lo puede creer. Por última ocasión, Torres se aproxima a la portería, pero no logra anotar. Hay tiro de esquina a favor, queda una última oportunidad para Torres pero el árbitro no piensa lo mismo: prefiere pitar su silbato y terminar el partido.

De a poco, las gradas del Metropolitano se vacían. Y la salida de Torres, inminente, queda en suspenso. De regreso a casa, en el Metro, los aficionados se ven contentos con la victoria pero sus caras dejan entrever que hay algo que los inquieta. Esta vez, el triunfo no los llena del todo, uno de sus grandes ídolos se va y esta vez, a diferencia de 2007 cuando buscó nuevos aires en el futbol inglés, esta vez será para siempre.