Por: Mario Edgar López Ramírez
Ilustraciones de Karina Puente
22 de abril de 2025.-La ciudad de Teodora, nos cuenta el escritor Ítalo Calvino, es una urbe que defiende su legítimo derecho a destruir la Tierra. Así han sido educados sus habitantes, los teodoritas, tanto grandes como pequeños. Teodora, es pues, la más titánica y la más congruente de todas las ciudades en el mundo, porque reconoce y refleja -sin hipocresías ni tapujos- el espíritu profundo que anima a cualquier metrópoli sobre el planeta: es decir, la imperiosa necesidad de exterminar, o de llevar hasta su mínima expresión, toda manifestación de vida natural y así establecerse como un lugar totalmente humano. Por ello, esta fantástica ciudad de Teodora, una de las tantas que Ítalo Calvino imagina en su libro ciudades invisibles, es la más civilizada de todas.
Civilización y ciudad son sinónimos irremediables. Destrucción o dominio de la naturaleza y vida civilizada equivalen la una con la otra. Porque la verdadera ciudad es la que está hecha por la pura “mano del hombre”, la que está rodeada de objetos que dan la sensación de control (del tiempo, de la vida, del espacio); la que es capaz de sustituir todos los elementos de la naturaleza por medio de la artificialización técnica. La ciudad ideal es la que elimina la Tierra: es el sueño de un futuro en el que las creaciones humanas lo dominarían todo y así, quedaría erradicada la inseguridad y el temor, que las civilizaciones han sentido por los elementos incontrolables de la naturaleza. La ciudad de Teodora representa la seguridad absoluta.
Tal y como lo representan los cuentos y el cine futurista, las ciudades más avanzadas son aquellas que eliminan la mayor parte de los elementos de la naturaleza, sustituyéndolos por medio de procesos de artificialización: de la luz, del aire, del agua, de la comunicación. La serie de máquinas mecánicas, eléctricas, electrónicas y digitales que pueblan los espacios domésticos o que circulan por las avenidas o que definen la productividad del trabajo; nos hablan de organización emprendedora e institucionalidad directiva, nos remiten a la ciudad como un vínculo, como posibilidad de proyecto comunitario. Y es sorprendente cómo esta idea de negación de la naturaleza frente a la ciudad, como condición de triunfo de lo humano, se encuentra fuertemente arraigada en la forma en que concebimos el bienestar y la felicidad.
No es una casualidad que muchas de las utopías del desarrollo, del progreso, de la paz, de la libertad y de la fraternidad mundial, diseñadas principalmente desde el pensamiento occidental y hermosamente documentadas por Armand Mattelard y Federico Guzmán Rubio, pasen por el sueño de construir una ciudad o lugar ideal, como semilla fundante del proyecto humano. Desde la mitológica e hipertecnificada Atlántida, descrita por Platón o la gran ciudad fábrica de Fordlandia ideada por Henry Ford en el Amazonas; pasando por la ciudad de Utopía, la Civitas christiana, la isla de Pátzcuaro y Solentiname en el lago de Nicaragua; nacidas de los ideales de Tomás Moro, Erasmo de Rótterdam, Vasco de Quiroga y Ernesto Cardenal; y llegando a los sueños de Francis Bacon en su obra The New Atlantis y de Auguste Comte con su “República Occidental Orden y Progreso” o de los anarquistas defensores del amor libre en Colonia Cecilia o de los racistas de la Nueva Germania; la ciudad ha sido vista como el lugar a fundar y hacer crecer, en el que se puede acceder a un mundo humano mejor. Pero ese mundo mejor también incluye los monstruos y locuras de la propia humanidad.
En el pensamiento de estos utopistas, la ciudad estaba en el centro de la victoria sobre la pobreza, en la médula de la religación de la comunidad. Desde los inicios del siglo XX y XXI otras utopías más seculares se han sumado a las anteriores, bajando del mundo de las ideas al de la arquitectura y el comercio: ciudades industriales, ciudades inteligentes, ciudades planetarias, ciudades en red y ciudades sustentables; pueblan las ciencias sociales contemporáneas perneadas por la globalización. Casi todos estos modelos pasan por la necesidad de cumplir dos condiciones, las cuales son definidas como parte del desarrollo: mayor tecnificación y mayor comunicación.
Una importante porción de la energía intelectual, científica y gubernamental en la actualidad está concentrada en alcanzar el ideal de hacer de la ciudad un nodo de comunicación y un centro tecnológico. Y en todas ellas, la naturaleza cumple una función cosmética: los jardines y los parques revisten la ciudad, la vuelven hermosa, pero en nuestro imaginario este revestimiento natural es solamente superficial y prescindible. Imaginamos que debajo del maquillaje que la naturaleza da a la ciudad, lo que existe es una masa de concreto y hierro moldeado por ingenieros. Los cables y los tubos que salen de los espacios verdes, las tomas de electricidad que se ocultan en los jardines, las señales que advierten de la presencia de un oleoducto enterrado, o de un gaseoducto a menos de diez metros bajo tierra, o de imponentes colectores de drenaje profundo, consolidan la imponente visión de la ciudad. Las presas que detienen los ríos, los malecones que contienen al mar, los artificios que crean un lago donde era imposible, las carreteras que parten la roca y los montes; y más allá, las estructuras metálicas para los hilos de alta tensión, que compiten con los árboles más gigantes; los puentes colgantes, los teleféricos, en fin, el dominio y codificación de las ondas electromagnéticas, nos remiten al dominio que la ciudad tiene de la superficie y el cielo.
Pero regresemos a la descarnada ciudad de Teodora, la ciudad de las ciudades, utopía extrema de la utopía subconsciente. Para Ítalo Calvino, la razón principal que ha movido –y mueve aún- a la ciudad de Teodora es el miedo a la naturaleza. Calvino nos narra: “Invasiones recurrentes afligieron a la ciudad de Teodora durante los siglos de su historia: por cada enemigo derrotado otro cobraba fuerzas y amenazaba la sobrevivencia de los habitantes. Liberado el cielo de cóndores, hubo que enfrentar el crecimiento de las serpientes; el exterminio de las arañas permitió a las moscas negrear y multiplicarse; la victoria sobre las termitas entregó la ciudad al poder de la carcoma”.
En otras palabras: lo primero que hizo la ciudad de Teodora fue ignorar, no comprender y menospreciar, los ciclos de la naturaleza. Esto lo hicieron sus habitantes, paciente y constantemente, a lo largo de los siglos. Para los teodoritas era indispensable eliminar a los molestos cóndores, pero al exterminarlos, proliferaron las serpientes, cuya población era equilibrada por estas majestuosas, pero despreciables, aves. Así mismo, con el objetivo de matar a todas las arañas y eliminar a todas las termitas, proliferaron las moscas y la carcoma. Al final, sin embargo, Teodora y los teodoritas parecen haber triunfado: “una por una las especies inconciliables con la ciudad tuvieron que sucumbir y se extinguieron. A fuerza de despedazar escamas y caparazones, de arrancar élitros y plumas, los hombres dieron a Teodora la exclusiva imagen de ciudad humana que todavía la distingue”. El aspecto humano de Teodora es, precisamente, su exterminio de lo natural.
Pero la historia de la imaginaria Teodora no termina ahí: “durante largos años no se supo si la victoria final no recaería en la última especie que quedara para disputar a los hombres la posesión de la ciudad: las ratas. De cada generación de roedores que los hombres conseguían exterminar, los pocos sobrevivientes daban a luz una progenie más aguerrida, invulnerable a las trampas y refractaria a todo veneno. Al cabo de pocas semanas, los subterráneos de Teodora volvían a inundarse de hordas de ratas. Finalmente, en una postrer hecatombe, el ingenio mortífero y versátil de los hombres logró la victoria sobre las exuberantes actitudes vitales de los enemigos”. En otras palabras: los teodoritas desarrollaron una inteligencia destructiva para garantizar la eliminación hasta de los más tozudos seres y parece que fue una batalla edípica, porque se enfrentaron al símbolo que durante los siglos precedentes describía su forma de ver a los animales: todos los miembros del reino animal eran unas ratas. El águila-rata, el león-rata, el delfín-rata, el oso-rata, la ballena-rata, el perro-rata, la rata-rata.
Teodora, el gran cementerio de la Tierra, se enorgullecía por esto, nos sigue describiendo Ítalo Calvino, aunque sin perder nunca su actitud científica: “el hombre había restablecido finalmente el orden del mundo que el mismo había perturbado: no existía ninguna otra especie que volviera a ponerlo en peligro. En recuerdo de lo que había sido la fauna, la biblioteca de Teodora custodiaría en sus anaqueles los volúmenes de Buffon y de Linneo” (Linneo y Buffon fueron aquellos “pre-científicos” que en el siglo XVII se dedicaron a describir la plenitud de las especies terrestres: en una época de difícil acceso a la información, el sueco Linneo escribió un volumen de 2,300 páginas llamado Sistema Naturae, que le ganó el mote de gran clasificador de los seres vivos. Pero esto no fue nada comparable con la entrega y ambición del conde de Buffon, quien “se dedicó a escribir el mundo entero, sus orígenes y cuanto encerraba, y acabó componiendo una enciclopedia sobre la naturaleza, en cuarenta y cuatro tomos, la Histoire Naturelle, Généralle et Particulaire, traducida a otros idiomas tan pronto como aparecían. Fue la obra científica más importante y más influyente de su siglo, y la más popular, ya que combinó descripciones redactadas con elegancia con historias sobre la vida de una cantidad apabullante de animales y plantas, además de introducir discursos sobre astronomía, edad de la Tierra y procesos vitales”, nos refiere la enciclopedia electrónica Evolutionibus). El cuidado amoroso de estos textos en la biblioteca de Teodora nos refiere a la pasión por la ciencia que tienen las ciudades.
En conclusión, las cosas no salieron bien en Teodora, su cronista imaginario nos describe el horroroso destino a la que está todavía sujeta: “relegada durante largo tiempo a escondrijos apartados desde que fuera excluida por el sistema de especies ya extinguidas, la otra fauna volvía a la luz desde los sótanos de la biblioteca donde se conservan los incunables, saltaba desde los capiteles y las canaletas, se instalaba a la cabecera de los durmientes. Las esfinges, los grifos, las quimeras, los dragones, los hircocervos, las arpías, las hidras, los unicornios, los basiliscos volvían a tomar posesión de su ciudad”. Teodora ha quedado condenada a sus propios monstruos e imaginaciones y la visión más aterradora es que siempre quedará una última especie a eliminar: el ser humano mismo, quien no puede separarse de la naturaleza, porque es eso: naturaleza. Ya lo decía en el siglo XIX el pensador Geddes de Frédéric Le Play: “las enfermedades de civilización son enfermedades de ciudades”. Y el sociólogo Armand Mattelard agrega: “el espacio neurálgico de nuestro tiempo y, por consiguiente, de la guerra, es la ciudad, por ahí es por dónde hay que atacar al mal”. Este 22 de abril se conmemora el día internacional de la Tierra, por lo que habrá que pensar en su antagonista, la ciudad, para comprender la fuente de su continua destrucción.