Por: Roberto Castelán Rueda (@CastelanRob)
La iglesia siempre será la iglesia, sin ser su reino de este mundo, el celo empleado para administrar los recursos terrenales es envidiable. Como el Diablo no descansa y sus mecanismos de control de mentes son cada vez más sofisticados, la esposa terrenal de Cristo también afina sus sospechas, está alerta y al menor indicio de cualquier cosa capaz de hacer tambalear su poder, de darle ventaja al Contrincante, actúa con energía para librar de amenazas a esta tierra ya de por sí débil y a punto de entregarse por completo a quienes tienen como objetivo llevarla a la perdición total del alma de sus habitantes.
El sincretismo es una amenaza para la salud de la iglesia, debilita aún más los cimientos ya de por sí poco sólidos de la religión a la que debe proteger. El sincretismo es el pie del diablo entre la puerta, antes de irrumpir en la casa llenándola de tentaciones. Para la iglesia el sincretismo, de donde venga, no es parte de la religión, es una ofensa, una perversión del paganismo a la que hay que combatir.
Además su combate es un buen negocio, una posibilidad de reafirmar la presencia salvadora de la iglesia frente a las masas atemorizadas por las tentaciones del demonio. ¿Quién si no la iglesia y sus ministros para combatir con valentía y eficacia al temible Adversario? Aunque a veces, algunas batallas se pierden.
Si no, pregúntenle a Santa Clos, o Papá Noel, por las que tuvo que pasar para poder compartir espacio y expectativas entre las familias católicas el 25 de diciembre, día de procedencia también sincrética pero conveniente para situar el nacimiento del Salvador y aprovechar para disfrutar de las vacaciones de invierno.
Sus barbas blancas, su uniforme rojo con extrañas botas y un cinturón más ancho de lo normal, su risa estereofónica y su extraño carruaje prohibido por las asociaciones animalistas por el bárbaro sufrimiento infringido a los renos que no son bestias de carga, lo hicieron sospechoso de migración ilegal además de usurpador y hereje.
La iglesia lo acusó de intentar “paganizar” la fiesta religiosa del nacimiento de Jesús y no tuvo más remedio que condenarlo al suplicio y a la hoguera.
Eso sucedió en Francia, en la ciudad de Dijón, durante las fiestas navideñas de 1951 como resultado de una serie de denuncias hechas por las autoridades eclesiales y varios prelados de la iglesia católica quienes denunciaban “una inquietante paganización de la Fiesta de la Natividad, la cual distrae al espíritu público del sentido propiamente cristiano de esa conmemoración, en beneficio de un mito sin valor religioso alguno”.
Y como las palabras sin acción no tienen valor, se procedió a detener al risueño personaje y en la tarde del 23 de diciembre del citado año, para evitar su interferencia en plena cena navideña del día siguiente, sin juicio previo ni posibilidad de defensa alguna, Santa Claus, Papá Noel, Pere Fouettard o como se le conozca a este personaje, fue colgado de las rejas de la catedral de Dijon y públicamente quemado en el atrio en presencia de los niños de los patronatos.
Al finalizar la ejecución, sólo para que no quedaran dudas de los fines de la necesaria ejecución, se publicó el siguiente comunicado: “Representando a todos los hogares cristianos de la parroquia deseosos de luchar contra la mentira, doscientos cincuenta niños, agrupados frente a la puerta principal de la catedral de Dijon, quemaron a Papá Noel. No se trataba de una atracción, sino de un gesto simbólico. Papá Noel ha sido sacrificado como holocausto. A decir verdad, la mentira no puede despertar el sentimiento religioso en el niño y no es, de ningún modo, un método de educación (…) Para nosotros, cristianos, la fiesta de la Navidad debe seguir siendo la fiesta del aniversario del nacimiento del Salvador”.
La historia la cuenta Claude Lévi-Strauss en su libro “Todos somos caníbales”.
¿Y si se la aplicamos a la estatua de la Coatlicue-Virgen María?