Por: Roberto Castelán Rueda (@CastelanRob)
“Yo no soy un chapulín”, dijo Kumamoto mientras tensionaba sus patitas traseras para intentar alcanzar la ramita del Senado desde la vieja rama del Congreso en la que estaba sentado.
“Déjenlo en paz, no lo molesten, el no es como los otros, el es “Grillo” el escudero, flaco y tierno como lo ven, el va a construir un gran reino”, dijeron los esperanzados, hartos de ser explotados, cansados de ver Netflix en sus sillones echados.
“¿Verdad que sí, verdad que no somos iguales?” tronó una voz desde lejos. Era un grillo macho alfa, montado en su grillo caballo a quien llamaban “el Bronco” por su fina educación y sus muy buenos modales. “Nosotros traeremos bienestar y paz a sus jodidas vidas, les cobraremos una pequeña comisión por ello, como los ogros que viven en sus cuevas partidistas, no los vayan a extrañar, mejor vénganse pa acá, que lo mismo no es igual”.
“Ejem, ejem, háganse a un lado cabrones, escuché la conversación y eso a mi no me conviene. ¿Cómo una comisión por nuestros finos servicios? Estamos para servirles, vamos a cambiar la historia ... y a rematar vuestros bienes. ¿Tienen terrenos, edificios, construyen pisos más altos? Todo se vende señores, es política, no amores”.
El que así hablaba era un chapulín pelón quien venía de pelearse con su sombra. Todavía traía cerrados los puñitos de sus patitas delanteras, el ceño fruncido y la nariz hinchada por los resoplidos.
“Oye dijeron los otros dos a coro, tú no nos representas, tú no eres independiente ya hasta te hiciste de un Frente tan amplio como tu... ¿frente? ¿Dientes? ¿Vientre? ...”
“Soy chapulín e independiente y si vienen a golpearme aquí estoy, a ver quién es el valiente”.
Así transcurrieron los días en aquel tranquilo reino a donde nunca llegó el rumor de la discordia. Sus habitantes, pacientes y acostumbrados a ver cómo los chapulines, los independientes, los ogros y los demás arrimados, se comían sus cosechas, malbarataban sus bienes, y escenificaban escenas. Al final siempre era lo mismo, el botín se repartía en civilizados acuerdos, todos contentos y colorín colorado.
“Momento aprendiz de fabulista farsante. Esto no puede acabar así, las fábulas, desde Esopo, siempre terminan con una moraleja, una enseñanza de vida, algo que ilustre a la gente...a la gente... ¿vieja?”.
Moraleja: nunca digas “de esta rama no voy a brincar, porque yo soy diferente, pues corres el riesgo de quedarte sin mamar y en política nada es más urgente”.