Por: Raúl Valencia Ruiz (@v4l3nc14).
11 de Julio de 2018.- Los referentes ideológicos, aquellos por los que entendíamos el devenir de la lucha política, se han desvanecido. Esto explica el por qué los enemigos del interés general han sido derrotados en la arena electoral y, más aún, el por qué muchos de ellos han sido elevados al rango de representantes populares o de «servidores» públicos en los tres niveles de gobierno en México.
Para comprender y actuar en consecuencia de esta confusión, propongo que es necesario ir más allá de afirmar que el resultado de la jornada electoral del 1º de julio de 2018 fue un episodio más de la democracia mexicana; alejarse en particular de la idea, muy generalizada, de que la democracia en México inició el 2 de julio del año 2000, como resultado de la supuesta «transición democrática» que significó la alternancia en el poder de aquel año. Por el contrario, con la administración federal de Enrique Peña Nieto habrá de concluir un ciclo en la historia política de México, que inició en 1945 por el impulso del naciente orden internacional de posguerra[1] y que por el declive de dicho orden cobra fuerza y sentido la narrativa de una nueva transformación que, en palabras del candidato electo a la Presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador, sería la «cuarta transformación» del país.
Se me dirá que aquello de la «cuarta transformación» es una vacilada, pura retórica o demagogia, propias de la campaña electoral; o bien, un producto del delirio mesiánico y tropical del «eterno candidato», hoy próximo presidente. Estimo que no. Cualquiera que haya seguido con atención y seriedad los sondeos de las distintas casas encuestadoras, a lo largo de la campaña, se habrá dado cuenta de que el apoyo a Andrés Manuel fue sistemático y sostenido, por lo que el resultado de la votación no fue, en modo alguno, una sorpresa: 53.19% del total de votos emitidos, algo así como 30 millones 113 mil 483 personas.
Este resultado, hay que decirlo, pudo darse por la vocación democrática del presidente Enrique Peña Nieto que, como Jefe de Estado, se rehusó a intervenir en la elección para favorecer al candidato de su partido, o por el temor a que, efectivamente, la intervención embozada de los agentes e instituciones del Estado para urdir un fraude, hubiera devenido en actos de violencia que comprometieran la estabilidad, e incluso la integridad del Estado mismo, dados los índices de violencia y la ausencia del estado de derecho que de hecho ocurre en buena parte del territorio nacional. En tanto, al contemplar la no intervención del gobierno federal en su contra (sobre todo en la recta final de la campaña), junto con el creciente apoyo de los sectores populares y de clase media a su causa, Andrés Manuel se dio cuenta de que no lideraba una candidatura, sino un amplio, creciente y heterogéneo movimiento social.
Desde luego, corresponder a todos los anhelos, esperanzas, exigencias y reivindicaciones al interior de un movimiento de esta índole, es imposible en las condiciones actuales de nuestro sistema político y de gobierno, ahí la importancia y la necesidad de una transformación, de la «cuarta transformación» de México.
Una revolución pacífica y carismática
Hay quienes sostienen que con el gobierno de López Obrador vendrá una revolución en México. Tal cosa ya ocurrió. Un cambio tan radical en la distribución del poder político, sólo puede entenderse como una revolución. En este caso pacífica, electoral y democrática, con todas las reservas que esta afirmación pueda acarrear. De un conjunto de actores colectivos con diverso grado de institucionalización en nuestro sistema multipartidista, comprometidos además en lo que Edgardo Buscaglia ha denunciado como un «pacto de impunidad», por el que se medra con los bienes públicos; el control político del Estado, en abrumadora mayoría, pasó a manos de un partido político de reciente creación: Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA).
De acuerdo a la tipología del sociólogo alemán Max Weber, sobre las formas de dominación, la dominación de tipo carismática es la única auténticamente revolucionaria, capaz de alterar el devenir del orden institucional o burocrático, como el que hasta antes del 1º de julio de 2018 regía en nuestro sistema político. Sin embargo, un liderazgo carismático, en sí mismo, no es suficiente para culminar una revolución pacífica como la que los mexicanos nos hemos dado.
Para lograrlo, fue necesario erigir una estructura organizativa a la cual se adhirieran otro tipo de liderazgos, orientados al objetivo común de la toma del poder político por la vía electoral. El Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), a partir de su registro oficial, el 9 de julio de 2014, entendido como un partido político, pasó de un partido de militantes, a uno de simpatizantes, agremiados y luego de arribistas en apenas cuatro años, mismos que le fueron suficientes para lograr el control político del estado. La combinación de carisma y de rápida institucionalización organizativa, como elementos endógenos, explica el resultado de la elección.
Sin embargo, el carisma y el proceso de institucionalización atraen ciertos «riesgos», por los que la crítica, desde el noliberalismo político, confiere a Andrés Manuel y a MORENA el calificativo de «populismo». Dichos riesgos son, por una parte, la capacidad del líder carismático de actuar por encima del orden institucional. Pero hay que decirlo, y ser enfático en ello, la debilidad institucional no ha sido obra del Presidente electo o de su partido; por el contario, ha sido el uso faccioso que de ellas han hecho algunos «representantes populares», jefes políticos, «servidores públicos» de primer nivel, intelectuales y, en general, todo aquel con acceso a la toma de decisiones al interior de las instituciones del Estado.
En este sentido, uno de los objetivos que la nueva administración federal debiera plantearse es, justamente, una estrategia que fortalezca a las instituciones públicas y establezca mecanismos efectivos que les permitan cumplir los objetivos para los que han sido creadas, y no como espacios de poder en beneficio de unos cuantos. Es decir, combatir la corrupción.
La incorporación de actores y nuevos actores en el entramado de la vida pública en nuestro país es uno de los riesgos que conlleva la rápida institucionalización de MORENA. Pensemos, por ejemplo, en casos deseables como el de Pedro César Carrizales, conocido como «El Mijis», quien resultó electo Diputado Local por el VIII Distrito en San Luis Potosí y se ha convertido en foco de atención por sus antecedentes como «chavo banda», como él mismo se define, y se ha ganado el respeto de su comunidad como un agente de cambio, por el combate a la violencia y el uso de drogas entre los jóvenes de los barrios populares en los que actúa.
Pero, por otra parte, también podemos apreciar que, en la búsqueda de sus objetivos, MORENA también ha abierto la posibilidad de acceder al poder público a actores de la vida política, cuyos antecedentes, en el mejor de los casos, los ubican en el espectro ideológico opuesto al del partido, como es el caso de Manuel Espino, Germán Martínez y un largo etcétera. Éste es, quizá, el mayor reto de la próxima administración, garantizar el esfuerzo común entre los distintos actores que se han aglutinado alrededor de MORENA, desde los funcionarios públicos en los tres niveles de gobierno, hasta los candidatos electos en puestos de elección popular.
Sobre el carácter «populista» del próximo gobierno en México, cabe destacar que el discurso neoliberal de la época, en palabras del sociólogo alemán Wolfgang Streeck, impone a todas las expresiones de izquierda y de derecha que no comulgan con sus principios este calificativo. De tal forma que el neoliberalismo político y económico se presenta así mismo como la única expresión política, con valores universales y garante del orden internacional, no obstante que, esta doctrina política ha propiciado las condiciones de crisis estructural que, desde 2008, conocemos como la «Gran recesión». El abandono del modelo neoliberal por su incapacidad de resolver los problemas que ha desatado, a escala global, explica las guerras civiles en el Medio Oriente, la crisis de los refugiados, los desplazamientos forzados y, en general, el drama humano que agobia a millones de personas en todo el mundo.
La culminación del ciclo del orden internacional de posguerra, en México, ha dado lugar a la revolución pacífica y carismática en cuya transición ahora nos encontramos.
Una de las tesis de la historia
Es probable que el dilema que nos plantea el resultado de la elección del 1º de julio de 2018 pueda abordarse a la luz de la Tesis IX sobre el concepto de historia, redactada junto con otras XVIII tesis en 1940 por Walter Benjamin, meses antes de su suicidio para evitar que la policía franquista lo detuviera y lo entregara a la Gestapo de la Francia vichista. Esta tesis es ampliamente conocida, aquí la traducción de Michael Löwy:
Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él vemos a un ángel que parece estar alejándose de algo mientras lo mira con fijeza. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Ése es el aspecto que debe mostrar necesariamente el ángel de la historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde se nos presenta una cadena de acontecimientos, él no ve sino una sola y única catástrofe, que no deja de amontonar ruinas sobre ruinas y las arroja a sus pies. Querría demorarse, despertar a los muertos y reparar lo destruido. Pero desde el paraíso sopla una tempestad que se ha aferrado a sus alas, tan fuerte que ya no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que frente a él las ruinas se acumulan hasta el cielo. Esa tempestad es lo que llamamos progreso.
La lectura que sobre esta tesis nos ofrece el filósofo brasileño Michael Löwy, plantea que es necesario desmitificar el progreso como un fenómeno «natural», propio de las sociedades modernas. Que el sentido que el modo de producción capitalista ha conferido a la idea de progreso, es el origen de la crisis medioambiental en la que nos encontramos y que, por tanto, siguiendo los pasos de Benjamin: «Puede ser que las revoluciones sean el acto por el cual la humanidad que viaja en ese tren [el tren del progreso] aplica los frenos de emergencia».[2]
Luego de un evento revolucionario, cualquiera que sean las causas que lo ha hecho posible, surge el dilema de la historia. ¿Qué hacer? ¿Qué experiencias históricas hay que recuperar? ¿Hacia dónde hay que dirigir nuestros esfuerzos? ¿Cuáles son los valores que habremos de cultivar? ¿En qué momento de la experiencia humana nos encontramos?
Responder a todas estas preguntas no es fácil. Más aún cuando se buscan respuestas mecánicas ante los cambios que acarrea la nueva distribución del poder: ejercerlo o someterse a él. Individuos, grupos y organizaciones que se resisten al cambio habrán de manifestarse, lo que conocemos como la «contrarrevolución». Ese será un momento clave en el rumbo de los acontecimientos que están por venir.
Inscritos en la herencia ideológica y militante de Vicente Lombardo Toledano, líder histórico del movimiento obrero mexicano, algunos analistas consideran que luego de que se oficialice el resultado de la elección, entraremos a una fase de «defensa» de la revolución, para evitar que la reacción u otras fuerzas contrarrevolucionarias tomen por asalto el movimiento y lo desvirtúen para alejarlo de las posibilidades de cambio.
Dadas las condiciones actuales, propongo que esto no es del todo cierto. Para buena parte de los individuos, grupos y organizaciones que identificamos como afines a la reacción, capaces de conspirar e iniciar un golpe contrarrevolucionario, sus intereses ya se encuentran representados al interior de la estructura de lo que será la nueva administración federal. Por otra parte, las instancias de seguridad del Estado, civiles y militares, hasta ahora, se han mostrado leales al régimen y al orden constitucional. Esto, desde luego, no impide que quienes no comparten las ideas y estrategias de cambio se manifiesten, lo cual es legítimo y deseable, siempre y cuando sea por las vías institucionales y democráticas que han hecho posible la revolución pacífica.
De tal forma que, para que la nuestra, además de pacífica, sea una revolución distinta a lo que hasta ahora la experiencia histórica nos ha dado, es necesario replantearse la definición de progreso, que hoy en día denominamos desarrollo; la cual, hasta ahora, ha concernido a sólo ciertos sectores de la sociedad. Lo que llamamos desarrollo ha excluido a millones de personas, desaparecido sus sistemas de organización tradicional y los ha desplazado de sus territorios, son pues, a los que Benjamin se refiere como las víctimas de la historia.
Es por ello que el movimiento indígena que lidera el EZLN ha mantenido distancia del resultado electoral, de los vencedores y de los vencidos, porque, hasta ahora, sus demandas de autonomía, autodeterminación y dominio sobre sus territorios continúan ausentes de la agenda pública. Mientras que las lecturas mecánicas de los acontecimientos actuales, sigan contemplando movimiento indígena como un ariete del capital internacional, o como un instrumento de las élites en México para desacreditar o desarticular la organización de las fuerzas «progresistas», nuestra revolución pacífica hará muy poco por transformar, como lo pretende, el orden actual de las cosas.
Imaginar los alcances de nuestra revolución pacífica conlleva hacerlo desde el contexto internacional, por las serias y dramáticas transformaciones por las que transita; por un cambio en nuestros paradigmas tecnológicos y productivos; por el reconocimiento de los pueblos indios, como sujetos de interés y en plenitud de su autonomía y dominio sobre sus territorios y, finalmente, repensar al Estado mexicano como un instrumento para la distribución de la riqueza, que garantice la integridad en sus bienes y en sus personas de todos quienes aquí habitamos y no como un instrumento de dominación.
Notas ________________________
[1] He desarrollado esta idea en: Valencia Ruiz, Raúl. (2017). Las «fuerzas ocultas» del desarrollo capitalista en México y el contexto internacional. Entretextos. Año 9, Núm. 27, Diciembre de 2017-Marzo de 2018. Pp: 72-86. Lo puedes leer aquí.
[2] Löwy, Michael. (2012). Walter Benjamin: aviso de incendio. Una lectura de las tesis «Sobre el concepto de historia». Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica. P. 108.