Antes de la lluvia

Por: Airy Sindik

5 de agosto de 2016.- Se abre paso la carretera entre las dunas. El sol cae sin paciencia como un atardecer colombiano. En el radio suenan los cantos de la mezquita a todo volumen, son las claves estridentes lo que me hace girar la cara y perder mi mirada entre la arena. Nos detenemos pasando una curva y el chofer sube por una terracería de piedras. Nadie se sorprende de la desviación. La carretera queda atrás, apenas se alcanza a ver. El mercedes viejo cacharrera al compás del los cantos, rezos y solfeos leídos repetidamente.

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Sus pies se tambalean en el barandal de piedra caliza. Su sonrisa limpia admira el juego entre el vacío y las tiendas de moda. A lo lejos se anuncian las baratas del viernes negro, mi mamá me habla para entregarme el cono de helado que me acaba de comprar y nos sentamos en esos equipajes, los que hacen de mimbre y paja en Chapala pero estos son de plástico.

Sigo viéndola mientras doy la primera lengüetada. Voltea a verme y paulatinamente recorre sus talones hacia la nada. Evito que escurra mi bola de nieve, es de pistache, justo mi favorito. Mi mamá me pregunta si ya escribí la lista de regalos para Santa Claus, Sí mamá, ya la escribí. Se ríe satisfecha de su secreto; no existe Santa mamá, eso pienso. Me encaja sus uñas con cristales en mi mano. Va a pedirle a mi papá que me compre el nuevo PlayStation y que me de dinero, como cada año.

Tomo mi celular y lo desbloqueo. Mi mamá se distrae con otra señora que espera impaciente la llamada de alguien. Abro la cámara del iPhone 6. Me suelta del brazo, me levanto y camino acercándome unos metros hacia el brandal. Al fondo el enorme árbol de navidad con sus luces intermitentes de leds.

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Apagan el carro sobre la ladera. Descienden del carro todos los pasajeros. Una, la única dama entre todos, me dice en español perfecto con acento cubano, Puedes bajar aquí un momento. El chofer busca piedras que acarrea hacia un cumulo de dunas. Dejo la mochila junto con la grabadora de reportero y la cámara de fotografías.

El sol calcina la mirada aún cuando decrece del cenit. Los colores intensos de la melfa traslucen sus caderas anchas y sus pechos hinchados, ceñidos a la blusa entre las telas. El chofer termina de acarrear piedras y acomodarlas haciendo una media luna sobre la arena en dirección poniente. Todos caminan hasta esos cuantos metros. Me recargo contra el capo del carro, busco un tabaco y antes de prenderlo ella regresa, me lo arrebata de la boca y me dice que ahora no.

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Las puntas de sus pies dejan su postura rígida sobre el barandal. Me ve con su sonrisa amorosa y sus manos abiertas. Presiono el botón de Rec en mi teléfono. Ella gira y se empuja con una punta del pie doblándose en un espiral y adquiriendo velocidad como una clavadista olímpica. Su rostro olvida la sonrisa primera y sus ojos se abren buscando hablarme. Da un grito que se atora en su garganta. Extiende su mano derecha, le vendría muy bien ser la mujer elástica ahora.

Sigo su trayectoria hasta el suelo, veinticinco segundos. Su cabeza se estrella como un huevo roto en el suelo. Se pinta un charco de sangre y se acercan tres personas a verla. Una de ellas se aleja cuando la sangre alcanza su tacones.

El grito de mi mamá me regresa del trance y pongo stop al video, ¿Qué pasó Ángel? Nada, todo bien. ¿Cuándo te dan calificaciones? No sé mamá, ya vez que la maestra es muy lenta para eso. No te preocupes, podemos correrla, corazón. Mi madre presume mis notas altas a la otra mujer. Subo el video a Facebook. Esto sí tendrá likes. Caminamos a la salida y termino mi cono de helado antes de salir a la lluvia.

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El copiloto, un hombre de canas, se hinca por delante de los demás y en formación de parvada de patos los demás pasajeros imitan sus movimientos, Alha akbar, canta uno de ellos en dirección al sol casi extinto. Los purpuras inundan el techo celeste.

La carreta ha desaparecido de cualquier vista. El viento levanta cumulo de arena y se inclinan estirando las manos como en el yoga de Valeria. La dama se reclina rozando su frente contra la sedosa piel de las dunas. Se irguen de pie, se tocan la cara, voltean a derecha e izquierda, se hincan y tocan con la frente nuevamente el suelo. Me agacho y toco una piedra, negra intacta en la eternidad. Nada ni nadie a tocado esa piedra, ni siquiera un bicho. Giro la piedra entre mis dedos mientras observo irse para siempre el sol, el último sol antes de la guerra.