Manifiesto por la renovación de la historia

Existe cierto consenso entre los especialistas en ciencias sociales, que consiste en reconocer que los conceptos a partir de los cuales comprendemos la realidad social están agotados. Esta insuficiencia de nuestros referentes analíticos fue abordada por el historiador Eric Hobsbawm en el año 2004, ante los asistentes al Coloquio de la Academia Británica sobre historiografía marxista, en noviembre de aquel año.

En el amplio sentido de la palabra, la crisis por la que atraviesa el sistema internacional, junto con los valores que lo sustentan, en palabras del historiador británico, proviene del hecho de haber renunciado a ideales de tipo universal y haber instaurado, en cambio, principios que desconocen la posibilidad de determinar la veracidad de un discurso, cualquiera que sea. Esto es lo que hoy en día se conoce como «posverdad». Este es el Manifiesto por la renovación de la historia.

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Por: Eric Hobsbawm

«Hasta ahora, los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo; se trata de cambiarlo». Los dos enunciados de esta célebre tesis del filósofo alemán Ludwich Feuerbach inspiraron a los historiadores marxistas. La mayoría de los intelectuales que se adhirieron al marxismo a partir de la década de los ochenta del siglo XIX –entre ellos los historiadores marxistas– lo hicieron porque querían cambiar el mundo, junto con los movimientos obreros y socialistas; movimientos que se convertirían, en gran parte bajo la in­­flu­encia del marxismo, en fuerzas políticas de masas. Esa cooperación orientó naturalmente a los historiadores que querían cambiar el mundo hacia ciertos campos de estudio –fundamentalmente, la historia del pueblo o de la población obrera– los que, si bien atraían naturalmente a las personas de izquierda, no tenían originalmente ninguna relación particular con una interpretación marxista. A la inversa, cuando a partir de la década de noventa del siglo XIX esos intelectuales dejaron de ser revolucionarios sociales, a menudo también dejaron de ser marxistas.

La revolución soviética de octubre de 1917, reavivó ese compromiso. Recordemos que los principales partidos socialdemócratas de Europa continental abandonaron por completo el marxismo sólo en la década de los cincuenta, y a veces más tarde. Aquella revolución engendró además lo que podríamos llamar una historiografía marxista obligatoria en la URSS y en los Estados que adoptaron luego regímenes comunistas. La motivación militante se vio reforzada durante el periodo del antifascismo.

A partir de la década de los cin­cuenta se debilitó en los países de­sarrollados –pero no en el Tercer Mundo– aunque el considerable desarrollo de la enseñanza universitaria y la agitación estudiantil generaron en la década de los sesenta dentro de la universidad un nuevo e importante contingente de personas decididas a cambiar el mundo. Sin embargo, a pesar de desear un cambio radical, muchas de ellas ya no eran abiertamente marxistas, y algunas ya no lo eran en absoluto.

Ese rebrote culminó en la década de los setenta, poco antes de que se iniciara una reacción masiva contra el marxismo, una vez más por razones esencialmente políticas. Esa reacción tuvo como principal efecto –salvo para los liberales que aún creen en ello– la aniquilación de la idea según la cual es posible predecir, apoyándose en el análisis histórico, el éxito de una forma particular de organizar la sociedad humana. La historia se había disociado de la teleología (1).

Teniendo en cuenta las inciertas perspectivas que se presentan a los movimientos socialdemócratas y socialrevolucionarios, no es probable que asistamos a una nueva ola de ad­hesión al marxismo políticamente mo­tivada. Pero evitemos caer en un occidental-centrismo excesivo. A juzgar por la demanda de que son objeto mis propios libros de historia, compruebo que se desarrolla en Corea del Sur y en Taiwán desde la década de los ochenta, en Turquía desde la década de los noventa, y hay señales de que avanza actualmente en el mundo de habla árabe.

El vuelco social

¿Qué ocurrió con la dimensión «interpretación del mundo» del marxismo? La historia es un poco diferente, aunque paralela. Concierne al crecimiento de lo que se puede llamar la reacción anti-Ranke (2), de la cual el marxismo constituyó un elemento importante, aunque no siempre reconocido por completo. Se trató de un movimiento doble.

Por una parte, ese movimiento cuestionaba la idea positivista según la cual la estructura objetiva de la realidad era por así decirlo evidente: bastaba con aplicar la metodología de la ciencia, explicar por qué las cosas habían ocurrido de tal o cual manera, y descubrir «wie es eigentlich gewesen» (cómo sucedió en realidad)... Para todos los historiadores, la historiografía se mantuvo y se mantiene en­raizada en una realidad objetiva, es decir, la realidad de lo que ocurrió en el pasado; sin embargo, no parte de hechos sino de problemas y exige que se inves­tigue para comprender cómo y por qué esos problemas –paradigmas y conceptos– son formulados de la manera en que lo son en tradiciones históricas y en medios socio-culturales diferentes.

Por otra, ese movimiento intentaba acercar las ciencias sociales a la historia y, en consecuencia, englobarla en una disciplina general, capaz de explicar las transformaciones de la sociedad humana. Según la expresión de Lawrence Stone (3), el objeto de la historia debería ser «plantear las grandes preguntas del ‹por qué›». Ese «vuelco social» no vino de la historiografía sino de las ciencias sociales –algunas de ellas incipientes en tanto tales– que por entonces se afirmaban como disciplinas evolucionistas, es decir históricas.

En la medida en que puede considerarse a Marx como el padre de la sociología del conocimiento, el marxismo, a pesar de haber sido denunciado erróneamente en nombre de un presunto objetivismo ciego, contribuyó al primer aspecto de ese movimiento. Además, el impacto más conocido de las ideas marxistas –la importancia otorgada a los factores económicos y sociales– no era específicamente marxista, aunque el análisis marxista pesó en esa orientación. Esta se inscribía en un movimiento historiográfico general, visible a partir de la década de los noventa del siglo XIX, y que culminó en las décadas de los cincuenta y los sesenta, en beneficio de la generación de historiadores a la que pertenezco, que tuvo la posibilidad de transformar la disciplina.

Esa corriente socio-económica superaba al marxismo. La creación de revistas y de instituciones de historia económico-social fue a veces obra –como en Alemania– de socialdemócratas marxistas, como ocurrió con la revista Vierteljahrschrift en 1893. No ocurrió así en Gran Bretaña, ni en Francia, ni en Estados Unidos. E incluso en Alemania, la escuela de economía marcadamente histórica no tenía nada de marxismo. Solamente en el Tercer Mundo del siglo XIX (Rusia y los Balcanes) y en el del siglo XX, la historia económica adoptó una orientación sobre todo socialrevolucionaria, como toda «ciencia social». En consecuencia, se vio muy atraída por Marx. En todos los casos, el interés histórico de los historiadores marxistas no se centró tanto en la «base» (la infraestructura económica) como en las relaciones entre la base y la superestructura. Los historiadores explícitamente marxistas siempre fueron relativamente poco numerosos.

Marx ejerció influencia en la historia principalmente a través de los historiadores y los investigadores en ciencias sociales que retomaron los interrogantes que él se planteaba, hayan aportado o no otras respuestas. A su vez, la historiografía marxista avanzó mucho en relación a lo que era en la época de Karl Kautsky y de Georgi Plekhanov (4), en buena medida gracias a su fertilización por otras disciplinas (fundamentalmente la antropología social) y por pensadores influidos por Marx y que completaban su pensamiento, como Max Weber (5).

Si subrayo el carácter general de esa corriente historiográfica, no es por voluntad de subestimar las divergencias que contiene o que existían en el seno de sus componentes. Los modernizadores de la historia se plantearon las mismas cuestiones y se consideraron comprometidos en los mismos combates intelectuales, ya sea que se inspiraran en la geografía humana, en la sociología durkheimiana (6) y en las estadísticas, como en Francia (a la vez, la escuela de los Anales y Labrousse), o en la sociología weberiana, como la Historische Sozialwissenschaft en Alemania federal, o incluso en el marxismo de los historiadores del Partido Comunista, que fueron los vectores de la modernización de la historia en Gran Bretaña o que al menos fundaron su principal revista.

Unos y otros se consideraban aliados contra el conservadurismo en historia, aun cuando sus posiciones políticas o ideológicas fueran antagónicas, como Michael Postan (7) y sus alumnos marxistas británicos. Esa coalición progresista halló una expresión ejemplar en la revista Past & Present, fundada en 1952, muy respetada en el ambiente de los historiadores. El éxito de esa publicación se debió a que los jóvenes marxistas que la fundaron se opusieron deliberadamente a la exclusividad ideológica y que los jóvenes modernizadores provenientes de otros horizontes ideológicos estaban dispuestos a unirse a ellos, pues sabían que las diferencias ideológicas y políticas no eran un obstáculo para trabajar juntos. Ese frente progresista avanzó de manera espectacular entre el final de la II Guerra Mundial y la década de los setenta, en lo que Lawrence Stone llama «el amplio conjunto de transformaciones en la naturaleza del discurso histórico». Eso hasta la crisis de 1985, cuando se produjo la transición de los estudios cuantitativos a los estudios cualitativos, de la macro a la microhistoria, de los análisis estructurales a los relatos, de lo social a los temas culturales...

Desde entonces, la coalición modernizadora está a la defensiva, al igual que sus componentes no marxistas, como la historia económica y social.

En la década de los setenta, la corriente dominante en historia había sufrido una transformación tan grande, en particular bajo la influencia de las «grandes cuestiones» planteadas a la manera de Marx, que escribí estas líneas: «A menudo es imposible decir si un libro fue escrito por un marxista o por un no marxista, a menos que el autor anuncie su posición ideológica... Espero con impaciencia el día en que nadie se pregunte si los autores son marxistas o no». Pero como también lo señalaba, estábamos lejos de semejante utopía. Desde entonces, al contrario, fue necesario subrayar con mayor energía lo que el marxismo puede aportar a la historiografía. Cosa que no ocurría desde hacía mucho tiempo. A la vez, porque es preciso defender a la historia contra quienes niegan su capacidad para ayudarnos a comprender el mundo, y porque nuevos desarrollos científicos han transformado completamente el calendario historiográfico.

En el plano metodológico, el fenómeno negativo más importante fue la edificación de una serie de barreras entre lo que ocurrió o lo que ocurre en historia y nuestra capacidad para observar esos hechos y entenderlos. Esos bloqueos obedecen a la negativa a admitir que existe una realidad objetiva y no construida por el observador con fines diversos y cambiantes, o al hecho de sostener que somos incapaces de superar los límites del lenguaje, es decir, de los conceptos, que son el único medio que tenemos para poder hablar del mundo, incluyendo el pasado.

Esa visión elimina la cuestión de saber si existen en el pasado esquemas y regularidades a partir de los cuales el historiador puede formular propuestas significativas. Sin embargo, hay también razones menos teóricas que llevan a esa negativa: se argumenta que el curso del pasado es demasiado contingente, es decir, que hay que excluir las generalizaciones, pues prácticamente todo podría ocurrir o hubiera podido ocurrir. De manera implícita, esos argumentos apuntan a todas las ciencias. Pasemos por alto intentos más fútiles de volver a viejas concepciones: atribuir el curso de la historia a altos responsables políticos o militares o a la omnipotencia de las ideas o de los «valores»; reducir la erudición histórica a la búsqueda –importante pero insuficiente en sí– de una empatía con el pasado.

El gran peligro político inmediato que amenaza a la historiografía actual es el «antiuniversalismo»: «mi verdad es tan válida como la tuya, independientemente de los hechos». Ese antiuniversalismo seduce naturalmente a la historia de los grupos identitarios en sus diferentes formas, para la cual, el objeto esencial de la historia no es lo que ocurrió, sino en qué afecta eso que ocurrió a los miembros de un grupo particular. De manera general, lo que cuenta para ese tipo de historia no es la explicación racional sino la «significación»; no lo que ocurrió, sino cómo experimentan lo ocurrido los miembros de una colectividad que se define por oposición a las demás, en términos de religión, de etnia, de nación, de sexo, de modo de vida, o de otras características.

El relativismo ejerce atracción sobre la historia de los grupos identitarios. Por diferentes razones, la in­vención masiva de contraverdades históricas y de mitos, otras tantas tergiversaciones dictadas por la emoción, alcanzó una verdadera época de oro en los últimos 30 años. Algunos de esos mitos representan un peligro público –en países como la India durante el gobierno hinduista (8), en Estados Unidos y en la Italia de Silvio Berlusconi, por no mencionar muchos otros nuevos nacionalismos, se acompañen o no de un acceso de integrismo religioso–.

De todos modos, si por un lado ese fenómeno ha dado lugar a mucha palabrería y tonterías en los már­genes más lejanos de la historia de grupos particulares –nacionalistas, feministas, gays, negros y otros– por otro ha generado desarrollos históricos inéditos y sumamente interesantes en el campo de los estudios culturales, como el «boom de la memoria en los estudios históricos contemporáneos», como lo llama Jay Winter (9). Los Lugares de memoria (10) obra coordinada por Pierre Nora, es un buen ejemplo.

Reconstruir el frente de la razón

Ante todos esos desvíos, es tiempo de restablecer la coalición de quienes desean ver en la historia una investigación racional sobre el curso de las transformaciones humanas, contra aquéllos que la deforman sistemáticamente con fines políticos, y a la vez, de manera más general, contra los relativistas y los posmodernistas que se niegan a admitir que la historia ofrezca esa posibilidad. Dado que entre esos relativistas y posmodernos hay quienes se consideran de izquierda, podrían producirse inesperadas divergencias políticas capaces de dividir a los historiadores.

Por lo tanto, el punto de vista marxista resulta un elemento necesario para la reconstrucción del frente de la razón, como lo fue en las décadas de los cincuenta y los sesenta. De hecho, la contribución marxista probablemente sea aún más pertinente ahora, dado que los otros componentes de la coalición de entonces renunciaron, como la escuela de los Anales de Fernand Braudel, y la «antropología social estructural-funcional», cuya influencia entre los historiadores fuera tan importante. Esta disciplina se vio particularmente perturbada por la avalancha hacia la subjetividad posmoderna.

Entre tanto, mientras que los posmodernistas negaban la posibilidad de una comprensión histórica, los avances en las ciencias naturales devolvían a la historia evolucionista de la humanidad toda su actualidad, sin que los historiadores se dieran cabalmente cuenta. Y esto de dos maneras.

En primer lugar, el análisis del ADN estableció una cronología más sólida del desarrollo desde la aparición del homo sapiens en tanto especie. En particular, la cronología de la expansión de esa especie originaria de África hacia el resto del mundo y de los desarrollos posteriores, antes de la aparición de fuentes escritas. Al mismo tiempo, eso puso de manifiesto la sorprendente brevedad de la historia humana –según criterios geológicos y paleontológicos– y eliminó la solución reduccionista de la sociobiología darwiniana (11).

Las transformaciones de la vida humana, colectiva e individual, durante los últimos 10 mil años, y particularmente durante las 10 últimas generaciones, son demasiado considerables para ser explicadas por un mecanismo de evolución enteramente darwiniano, por los genes. Esas transformaciones corresponden a una aceleración en la transmisión de las características adquiridas, por mecanismos culturales y no genéticos; podría decirse que se trata de la revancha de Lamarck (12) contra Darwin, a través de la historia humana. Y no sirve de mucho disfrazar el fenómeno bajo metáforas biológicas, hablando de «memes» (13) en lugar de «genes». El patrimonio cultural y el biológico no funcionan de la misma manera.

En síntesis, la revolución del ADN requiere un método particular, histórico, de estudio de la evolución de la especie humana. Además –dicho sea de paso– brinda un marco racional para la elaboración de una historia del mundo. Una historia que considere al planeta en toda su complejidad como unidad de los estudios históricos y no un entorno particular o una región determinada. En otras palabras: la historia es la continuación de la evolución biológica del homo sapiens por otros medios.

En segundo lugar, la nueva biología evolucionista elimina la estricta diferenciación entre historia y ciencias naturales, ya eliminada en gran medida por la «historización» sistemática de estas ciencias en las últimas décadas. Luigi Luca Cavalli-Sforza, uno de los pioneros pluridisciplinarios de la revolución del ADN, habla del «placer intelectual de hallar tantas similitudes entre campos de estudio tan diferentes, algunos de los cuales pertenecen tradicionalmente a los polos opuestos de la cultura: la ciencia y las humanidades». En síntesis, esa nueva biología nos libera del falso debate sobre el problema de saber si la historia es una ciencia o no.

En tercer lugar, nos remite inevitablemente a la visión de base de la evolución humana adoptada por los arqueólogos y los prehistoriadores, que consiste en estudiar los modos de interacción entre nuestra especie y su medio ambiente, y el creciente control que ella ejerce sobre el mismo. Lo cual equivale esencialmente a plantear las preguntas que ya planteaba Karl Marx. Los «modos de producción» (sea cual fuere el nombre que se les dé) basados en grandes innovaciones de la tecnología productiva, de las comunicaciones y de la organización social –y también del poder militar– son el núcleo de la evolución humana. Esas innovaciones, y Marx era consciente de eso, no ocurrieron y no ocurren por sí mismas. Las fuerzas materiales y culturales y las relaciones de producción son inseparables; son las actividades de hombres y mujeres que construyen su propia historia, pero no en el «vacío», no fuera de la vida material, ni fuera de su pasado histórico.

Del neolítico a la era nuclear

En consecuencia, las nuevas perspectivas para la historia también deben llevarnos a esa meta esencial de quienes estudian el pasado, aunque nunca sea cabalmente realizable: «la historia total». No «la historia de todo», sino la historia como una tela indivisible donde se interconectan todas las actividades humanas. Los marxistas no son los únicos en haberse propuesto ese objetivo –Fernand Braudel también lo hizo– pero fueron quienes lo persiguieron con más tenacidad, como decía uno de ellos, Pierre Vilar (14).

Entre las cuestiones importantes que suscitan estas nuevas perspectivas, la que nos lleva a la evolución histórica del hombre resulta esencial. Se trata del conflicto entre las fuerzas responsables de la transformación del homo sapiens, desde la humanidad del neolítico hasta la humanidad nuclear, por una parte, y por otra, las fuerzas que mantienen inmutables la reproducción y la estabilidad de las colectividades humanas o de los medios sociales y que durante la mayor parte de la historia los han neutralizado eficazmente. Esa cuestión teórica es central. El equilibrio de fuerzas se inclina de manera decisiva en una dirección. Y ese desequilibrio, que quizá supera la capacidad de comprensión de los seres humanos, supera por cierto la capacidad de control de las instituciones sociales y políticas humanas. Los historiadores marxistas, que no entendieron las consecuencias involuntarias y no deseadas de los proyectos colectivos humanos del siglo XX, quizá puedan esta vez, enriquecidos por su experiencia práctica, ayudar a comprender cómo hemos llegado a la situación actual.

 

Referencias __________________________________________

(1) Teleología, doctrina que se ocupa de las causas finales.
(2) Reacción contra Leopold von Ranke (1795-1886), considerado el padre de la escuela dominante de la historiografía universitaria antes de 1914. Autor, entre otros títulos, de Historia de los pueblos romano y germano de 1494 a 1535 (1824) y de Historia del mundo (Weltgeschichte), (1881-1888 - inconclusa).
(3) Lawrence Stone (1920-1999), una de las personalidades más eminentes e influyentes de la historia social. Autor, entre otros títulos, de The Causes of the English Revolution, 1529-1642 (1972), The Family, Sex and Marriage in England 1500-1800 (1977).
(4) Respectivamente dirigente de la socialdemocracia alemana y de la socialdemocracia rusa, a comienzos del siglo XIX.
(5) Max Weber (1864-1920), sociólogo alemán.
(6) Por Emile Durkheim (1858-1917), que fundó Las reglas del método sociológico (1895) y que por ello es considerado uno de los padres de la sociología moderna. Autor, entre otros títulos, de La división del trabajo social (1893), El suicidio (1897).
(7) Michael Postan ocupa la cátedra de historia económica en la universidad de Cambridge desde 1937. Coinspirador, junto a Fernand Braudel, de la Asociación Internacional de Historia Económica.
(8) El partido Bharatiya Janata (BJP) dirigió el gobierno indio desde 1999 hasta mayo de 2004.
(9) Profesor de la universidad de Columbia (Nueva York). Uno de los grandes especialistas de la historia de las guerras del siglo XX y, sobre todo, de los lugares de memoria.
(10)  Les lieux de mémoire, Gallimard, París, 3 tomos.
(11) Por Charles Darwin (1809-1882), naturalista inglés autor de la teoría sobre la selección natural de las especies.
(12) Jean-Baptiste Lamark (1744-1829), naturalista francés, el primero en romper con la idea de permanencia de la especie.
(13) Según Richard Dawkins, uno de los más destacados neodarwinistas, los «memes», son unidades de base de memoria, supuestos vectores de la transmisión y de la supervivencia culturales, así como los genes son los vectores de la subsistencia de las características genéticas de los individuos.
(14) Ver fundamentalmente Historia marxista, una historia en construcción, Editorial Anagrama, Barcelona, 1974 (agotado).