Por: Roberto Castelán Rueda (@CastelanRob)
Sergio González Rodríguez vivía con miedo. Respiraba miedo. A donde quiera que iba se hacía acompañar del temor. Se volvieron inseparables. Como el Inquilino que alguna vez llegó a habitarlo solo que de éste ya no se pudo desprender. Del otro, bastó una arriesgada operación quirúrgica para deshacerse de él. Aunque a veces temía su regreso, lo intuía. Entonces surgía el miedo para ponerse a sus órdenes. Y buscó por todos los medios desprenderse de él, en particular “la pérdida del miedo a la muerte, el desprecio a ella…”.
Al principio, cuando comenzó a indagar en la oscuridad donde habitan los hombres de negro, los bandidos, la “gente de Porlock”, vivió en la incredulidad, no en el miedo, aún no alcanzaba a darse cuenta de las fibras sensibles, oscuras, mórbidas que tocaba con sus trabajos. No era ingenuo, pero en ese momento no le dio, tal vez por su cotidiana modestia, la debida importancia a su trabajo: “¿Qué podría tener yo de especial para ser el protagonista de alguna venganza indecible? No era el primero ni sería el último en indagar asuntos que llevaban riesgos y acaso también olvidos, indiferencia, desdén de quienes, si molestos, ni siquiera se dignarían a leer al pie de la letra lo que yo escribiera”.
Aún no medía el impacto de sus letras en la brutal sensibilidad de las bestias de la noche. Creyó modesto el tamaño de su escritura. Otros como él ya lo habían hecho antes, ya habían tocado a la bestia, habían intentado penetrar lanzando palabras como dardos a la erizada piel, viscosa, impenetrable del animal sanguinario, sin lograr despertarlo, sin conseguir siquiera un leve temblor de la piel de la bestia.
Sergio la despertó. Y sucedió el Incidente. El mismo día del Incidente, como una premonición, o como una señal secreta, sólo captada por la gente de Porlock, antes de salir de su casa a encontrarse con ellos, Sergio preparaba un reportaje: “Inmerso en la tarea, conjeturaba los posibles efectos cuando se publicara aquello. Era una denuncia fuerte, exponía nombres, aventuraba hipótesis, transmitía una sensación de cosas siniestras en las que se entretejían los crímenes sexuales, la impunidad”.
Nada más. Nada grave. Sergio tocaba temas que suceden todos los días. Entonces ¿por qué tendrían que atacarlo a él?. Y lo hicieron. Los bandidos cayeron sobre él, el jabalí al volante del taxi, el bandido 1, el bandido 2 y el líder, se encargaron de golpearlo con las cachas de sus pistolas, de hundir repetidamente un picahielo en sus piernas, pero sobre todo de humillarlo, de hacerlo asumir: “La conducta repugnante de tener que callar y hablar sólo por órdenes”. A partir del Incidente no solo se transformó su vida, “sino mucho mas”.
Sergio dejó de ser el mismo siendo él mismo. El Incidente “ya pulsa en la red infinitesimal de tus días hasta que mueras”. El Incidente lo persiguió, los bandidos, la gente de Porlock se multiplicó y Sergio sintió cada vez mas intenso el asedio. Mas preciso, cada vez mas cerca. Quienes lo perseguían comenzaron a hacerlo día y noche. Se metieron en todos sus asuntos, conocían su agenda, disfrutaban verlo voltear asustado al menor ruido, sospechar de todo.
“No tengo salida, excepto lidiar con el miedo” se dijo. Y se respondió: “Sí, tendrás que vivir con él hasta que se constituya fortaleza en tu ánimo. Disfruta el miedo incluso, deja que te posea, que se vuelva una costumbre, que te estremezca y luego pase”. Pero no pasó.
Sergio se lo echó al hombro y lo llevó en todas sus pesquisas. A su lado, además de Huesos en el desierto, con el que había iniciado todo esto, escribió El hombre sin cabeza y Campo de Guerra, una trilogía que se volvería clásica, indispensable para conocer de cerca, a detalle, una parte del horror en el que vivimos como rehenes. Escribió también El vuelo, para darnos a conocer algunos mecanismos del narcotráfico y Los 43 de Iguala, un texto muy bien documentado y muy poco difundido sobre el drama de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
Pero sus escritos no son el producto del reportero que busca cubrir una nota como parte del trabajo de informar a su audiencia. Sergio buscaba comprender, que no justificar, el drama humano, ese furor irracional que lleva al cuerpo de la mujer desde la exposición lasciva en un table-dance a la exposición macabra en una fosa clandestina.
Para ello tuvo que meterse a las oscuras aguas del mal abstracto, del horror vivido. Y eso solo lo pudo hacer gracias a las cicatrices dejadas por el Incidente: “Todo eso, mas las cicatrices que llevas serán, vaya paradoja, tu mejor escudo. Sobre todo, porque significan la antesala de una certeza última: la tarea de servir a los demás. El reto auténtico radica en el desprendimiento de ti, en particular la pérdida del miedo a la muerte, el desprecio a ella…”
Sin esa certeza última, sin ese desprendimiento, no tendríamos esos retratos crudos, fielmente captados por la pluma de Sergio, del rostro del mal que nos acecha.
Descasa en paz Serge. La gente de Porlock dejará de molestarte.
(todos los entrecomillados son extractos del libro de Sergio González Rodrígues “La Pandilla Cósmica”, Editorial Sudamericana, México, 2005)