Por: Darwin Franco (@darwinfranco)
"Pero tengo que escribir lo que veo y lo que escucho, tengo que levantar la voz para que sepan que el narco es una plaga, un devorador que traga niños y mujeres, devora ilusiones y familias enteras. Tengo que decirlo, con miedo y coraje, indignación y tristeza”, escribió el periodista sinaloense, Javier Valdez Cárdenas, en el prólogo de su libro Con una granada en la boca (Aguilar, 2014).
A esas palabras, Javier Valdez agregó: “Somos muchos los reporteros que buscamos la nota en plena incertidumbre, que tenemos claro que algún día un balazo puede llegar antes que nosotros”, y el balazo –lamentablemente- llegó tras doce detonaciones que le arrancaron la vida a Javier, el 15 de mayo de 2017 en Culiacán, Sinaloa.
Su muerte, como afirmó el semanario que fundó en 2003: Ríodoce, es un golpe directo al corazón del periodismo mexicano e iberoamericano porque Javier Valdez Cárdenas se nos había adelantado en la crónica de esta guerra que, oficialmente inició en diciembre de 2006, pero que él detectó mucho antes en su natal Sinaloa y, por ello, es que nunca dudó en escribir con, desde y a través de las víctimas de este atroz monstruo llamado: narcotráfico.
Javier Valdez escribió porque estaba convencido de que “debíamos voltear a los lados y hacia atrás, ya que el único riesgo al hacerlo era volver a sentir”, y el periodismo –como se lo expresó a Lolita Bosch en México: 45 voces contra la barbarie (Océano, 2014)- “tiene que volver a sentir, tiene que encabronarse para asumir de nuevo una postura pública. De otro modo, lamentablemente, esta especie de redención nos lleva a que los malos nos estén ganando la batalla”. Batalla donde a Javier le fue arrebatada la vida de manera artera a sus 50 años.
En México, durante 2017, han sido asesinados cinco periodistas: Cecilio Pineda Birto (02/03/2017, Guerrero), Ricardo Monliu Cabrera (19/03/2017, Veracruz), Miroslava Breach Valducea (23/03/2017, Chihuahua); Maximino Rodríguez (14/04/2017, Baja California Sur) y Javier Valdez Cárdenas (15/05/17, Sinaloa).
En los últimos 17 años (2000-2017), el número de periodistas asesinados asciende a 105 (97 hombres y 8 mujeres), lo cual coloca a México –de acuerdo a la organización Reporteros Sin Fronteras- como el tercer país más peligroso en el mundo para el ejercicio periodístico, tan sólo por detrás de Siria y Afganistán.
Este peligro, desde luego, que Javier Valdez Cárdenas lo conocía tan de cerca que en el discurso que emitió, en 2011, al recibir el Premio Internacional de la Libertad de Prensa otorgado por el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ) no tuvo problemas en confesar que: “En Culiacán, Sinaloa, es un peligro estar vivo y hacer periodismo es caminar sobre una invisible línea marcada por los malos que están en el narcotráfico y en el gobierno (…) Uno debe cuidarse de todo y de todos”.
A la fecha, no hemos logrado saber el origen del mal que se llevó a Javier; sin embargo, desde la redacción de RíoDoce no se tuvo reparo en asegurar que “El origen del crimen de Javier Valdés está en su trabajo periodístico relacionado con los temas del narcotráfico. No sabemos de qué parte, de qué familia, de que organización provino la orden. Pero fueron ellos”, así lo puntualizaron en la editorial que se escribieron tras la muerte de su fundador.
Y es que la muerte, el narcotráfico, las víctimas de la violencia y la esperanza que implicaba hablar de la vida (porque sí hay vida entre tanto infierno) siempre estuvieron presentes en el trabajo que Javier Valdez Cárdenas publicó como corresponsal en Sinaloa de La Jornada pero también en cada una de las historias que se desarrollaron en su columna Malayerba que se publicaba cada lunes en el semanario RíoDoce.
Este sentir frente al otro y a los otros vulnerados por el narcotráfico, el Estado y la guerra, habita de manera más precisa en cada uno de los libros que Javier escribió: “De azoteas y olvidos” y “Crónicas del asfalto” (2006); “Miss Narco” (2010), “Los morros del narco” y “Levantones” (2011); “Con una granada en la boca. Heridas de guerra del narcotráfico en México” (2014) y “Huérfanos del narco” y “Narcoperiodismo”.
Cada uno de estos libros fueron escritos como una forma de construir y reconstruir la memoria de este México que le tocó vivir a Javier Valdez pero también fueron una herramienta que le permitió cumplir con la responsabilidad de ser un periodista en medio de la guerra.
“En medio de tanta muerte he aprendido a vivir y a hacer periodismo (…) Me he preocupado por ser mejor como persona, mejor ciudadano, y a valorar más la vida. Tengo amigos muertos, tengo balas que han pasado muy cerca y tengo muchas cicatrices por tanto dolor. Estoy afectado por la gente que nunca conocí pero de quienes he contado sus historias. Esta sensibilidad mía me ha permitido contar esas historias, pero al mismo tiempo yo no dejo de sufrirlas. Creo que nadie me puede decir que no hice lo que me tocaba, que me hice pendejo siendo periodista cuando los muertos caían a mi lado”, contó el propio Valdez Cárdenas en entrevista a Lolita Bosch, agregando, “me pueden decir que no lo hice bien, que me equivoqué. Pero toda esta destrucción y toda esta muerte me ha hecho voltear a ver la vida y a tratar de contar historias de vida, no de muerte”.
Historias de vida como la de Las Rastreadoras de El Fuerte, mujeres del norte de Sinaloa que cada miércoles y domingo salen en búsqueda de sus tesoros (hijos desaparecidos) enterrados en fosas clandestinas, y que Javier Valdez Cárdenas -en palabras de Mirna Nereyda Medina, madre de Roberto Corrales Medina (desaparecido desde el 14 de junio de 2014) y líder de este colectivo) nombró de esta manera para situarlas en el ojo público cuando era impensable que alguien siquiera se atreviese a romper el miedo en Sinaloa.
Así era Javier Valdez, un ser comprometido con el periodismo y con su entorno, pues sabía que su trabajo de narrar no acababa en la pieza periodística sino en los puentes que éste podría ser capaz de generar a través de su trabajo, y así fue como sirvió de conexión entre Las Rastreadoras y Enlaces Nacionales, un colectivo de víctimas de desaparecidos en el país que organizan las Brigadas Nacionales de Búsqueda de Desaparecidos, las cuales están próximas a acudir al llamado de las mujeres sinaloenses que en menos de dos años han sido capaces de hallar más de 100 cuerpos enterrados en fosas clandestinas.
La muerte de Javier Valdez Cárdenas fue, desde luego, un golpe al corazón del periodismo y así lo constataron las diversas protestas nacionales y mundiales que se gestaron para repudiar su asesinato y exigir justicia. Fue un golpe directo al periodismo porque, pese a que Javier Valdez aceptaba el riesgo de su profesión, no deja de dolernos que en este país no pueda ejercerse con plenitud la libertad de expresión.
La enseñanza que Javier Valdez Cárdenas nos deja, a través de su trabajo, es que no debemos dejar de escribir lo que nos pasa aunque hacerlo sea doloroso o brutalmente escalofriante. Escribir “con un pinche bolígrafo que quema, duele, rezonga” pero lo tenemos que hacer “para tratar de darle voz a las víctimas, a los ejecutores, a los policías y también, insisto, a muchos de nuestros muertos”, tal y como él lo hizo en vida, y como deberemos de seguir haciendo nosotros para hacer que el periodismo y la comunicación adquieran de nuevo esa notoriedad pública tan necesaria (y urgente) en estos tiempos de desasosiego y horror.