Por: Roberto Castelán Rueda (@CastelanRob)
15 de agosto de 2016.- “Me pareció poético…” con este argumento, la secretaria de Cultura del Gobierno de Jalisco justificó el haber autorizado extraer una parte de las cenizas del arquitecto Luis Barragán de la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres.
Esta frase, en su cursi frivolidad exhibe una de las formas adoptadas para gobernar al estado de Jalisco las cuales, por su abrumadora cotidianidad, a los jaliscienses nos pasan desapercibidas, nos parecen comunes, sin importancia y hasta llegamos a justificarlas.
Comencemos por la falta de respeto a la memoria histórica de quienes nosotros mismos llamamos personajes ilustres, o en el caso de la Rotonda: Jaliscienses Ilustres.
Por un acuerdo no unánime, pero generalizado y legalizado, trasladado a la esfera del derecho por el Congreso del Estado, los jaliscienses reconocemos y con ello homenajeamos e intentamos perpetuar su memoria, a aquellos personajes, mujeres y hombres, constructores de la grandeza de nuestro Estado.
Por razones históricas, decidimos guardar solemnemente sus restos en lugares, generalmente grandes monumentos, dignos de realzar su memoria y transmitir a las generaciones venideras, aunque la frase parezca muy decimonónica, el recuerdo de las obras legadas por estas mujeres y hombres en beneficio de los habitantes del Estado.
Para ello, confiamos la preservación de sus restos y de su memoria a quienes lógicamente son los responsables de cuidar del patrimonio histórico, cultural y arquitectónico de un estado: las autoridades estatales y municipales por medio de instancias entre cuyas funciones se encuentra esa tarea, como son las secretarías o departamentos de cultura y sus departamentos específicos para el cumplimiento de la misma.
Pero en una sociedad regida, o manipulada, por las leyes del espectáculo, como es la nuestra, el respeto, vieja palabra casi en desuso y poco apropiada para la vitalidad exigida por el espectáculo, no tiene cabida como una forma de preservar ese patrimonio, cada vez mas inútil, cada vez mas oneroso e improductivo para las finanzas del Estado.
Es entonces cuando los burócratas estatales, olvidándose del significado de la vieja palabra respeto, ven la oportunidad de revivir, literal, a los muertos heredados por un pasado casi extinguido y buscarles un uso apropiado, acorde a “los nuevos tiempos”: los tiempos frívolos del espectáculo.
De esa manera, aparecen los grandes monumentos históricos convertidos en su moderna función de salones para fiestas, exquisitamente adaptados para ello.
También los bellos espacios naturales o aquellos en donde la ciudad llegó a delimitar los pasos de una parte de su historia y su belleza intangible, aparecen como escenarios propicios, lugares ideales para el surgimiento de grandes edificios avasalladores, insultantes, desafiantes a cualquier otra forma de vida que no esté contenida en los parámetros exigidos por la modernidad.
Por cierto, una modernidad falsamente imitada, un espejismo propio de las mentalidades colonizadas por los espejitos y vidrios usados para adornar sus ventanas.
Por eso es muy fácil convertir las cenizas de un jalisciense ilustre en el diamante para un anillo destinado a usarlas de carnada para chantajear a una pareja de europeos cuyo amor por la obra de Barragán los llevó a adquirir los valiosos archivos del arquitecto para, ellos sí, cuidarlos y tratarlos con el respeto que se merecen.
El anillo no cumplió con su cometido: la pareja no aceptó el trueque propuesto por la artista conceptual y su espectacular idea que llevó a violentar los restos mortuorios de Luis Barragán en el nicho en donde descansaban, para sumarlo al precipitado, agobiante, homenaje a la frivolidad.
A pesar de haber perdido la parte de materialidad que traza los rasgos mas importantes de su corporeidad, a pesar de ser reducidos a cenizas hechas polvo, los restos mortales de un ser humano son precisamente eso: sus restos mortales y como tales, merecen respeto.
Si bien, el traficar con las cenizas de un Jalisciense Ilustre puede no estar tipificado como delito, la función encomendada a las distintas burocracias gubernamentales, dista de ser esa.
Los restos mortales, las cenizas, el polvo de un cuerpo que en vida hizo grandes aportaciones para contribuir a la riqueza histórica de Jalisco, les fueron encomendados para su cuidado; su precio en el mercado es invaluable, pero para los modernos traficantes la ganancia, el lucro, el espectáculo, está por encima de ello.
Para el antiguo derecho romano, las cosas sagradas les pertenecían a los dioses, no a los hombres: “Como tales –dice Agamben- estaban sustraídas al libre uso y al comercio de los hombres, no podían ser vendidas, ni empeñadas, cedidas en usufructo o gravadas de servidumbre”.
En nuestras sociedades laicas, sacralizar no significa quitar a lo sacralizado su lugar en la esfera de lo humano, por el contrario, significa restituirlo a lo humano con una dimensión temporal diferente a la del tiempo actual de lo humano.
Los restos mortuorios de los ciudadanos reconocidos como ilustres, o los de nuestros familiares y amigos a pesar de no tener ninguna representación pública, pertenecen a la esfera de un tiempo que podríamos llamar “sagrado” simplemente por el lugar que ocupan en nuestra memoria.
Con nuestros actos: lanzarlos al mar, llevarlos a una iglesia, enterrarlos junto a un árbol, en cierta medida los “profanamos” si tomamos al pie de la letra el concepto del jurista Trebacio, citado por Agamben: profano “en sentido propio es aquello que, siendo sagrado o religioso es restituido al uso y a la propiedad de los hombres”.
Solo que ahora, “el uso y propiedad de los hombres”, sobre lo que antes era sagrado, está determinado por las reglas perversas de la sociedad del espectáculo. Y nuestros gobernantes no podrían mantenerse ajenos a ellas.
Después de esto me pregunto: ¿Qué tiene de poético un vulgar acto de frívola transacción carroñera hecha para violentar la dignidad fúnebre de un ser humano?
Sólo Freud, o alguno de sus discípulos podría explicarlo.