Por: Roberto Castelán Rueda (@CastelanRob)
El barrio de Analco es el preludio de la Guadalajara del futuro. Durante veinticinco años hemos vivido entre lo que nos convertimos y lo que decidimos ser, entre la indolencia y la necedad de la memoria, la reconstrucción y la especulación. Los municipios metropolitanos, porque la ciudad en esos años se transformó en "metrópoli", están convertidos en simples administradores del horror, del caos, incapaces de ofrecer una respuesta medianamente esperanzadora a los habitantes atónitos, temerosos de sus calles.
No hubo respuestas antes. No hay respuestas ahora. El ciudadano siempre es ignorado. Varias veces he pensado en la angustia vivida los días, las semanas previas a la barbarie de la destrucción. Los vecinos mirándose entre ellos, hablando entre ellos con la nariz saturada de un olor extraño. "Dicen que es gasolina" "dicen que es amoniaco", "dicen que son los desechos de una fábrica". También les dijeron que no había problema, los tildaron de mentirosos, los obligaron a aceptar como normal el cada vez más insoportable olor en la nariz, el que se colaba a las casas y aparecía en la cocina y el baño, el que se metía a las escuelas y se adueñaba de las aulas, el mismo huésped incómodo de las tiendas y talleres.
No pasa nada. No hay nada. La imaginación de las personas cuando se proponen molestar a sus autoridades no conoce límites. Duerman tranquilos y mañana vayan a sus trabajos y a sus escuelas tranquilas. La ciudad es garante de su bienestar.
Y en realidad no pasó nada. Nada que no tenga remedio: qué son setecientas fincas, hogares vetustos cargados de vidas y recuerdos que desaparecieron sin que sus habitantes supieran cómo, ni por qué. La ciudad se reconstruye, en donde había adobes ahora hay ladrillos y cemento, el concreto cubre todo, borra la historia. Los doscientos diez muertos, según las inefables "cifras oficiales", descansan en paz, a salvo de vivir día a día con el terror a cuestas, como lo llevan los heridos, los damnificados, de una oficina a otra, de la clínica al hospital, del va usted muy bien, al ya no podemos hacer más. Nadie recuerda ya los trece kilómetros de calles convertidas en escombros. Otra vez la varita mágica del concreto apareció y todo se pintó de gris. El color que adquirió la desolación, la esperanza, la muerte.
Como siempre, los ciudadanos tuvieron la culpa de su propia desgracia. Los ciudadanos no quieren crecer, se convierten en niños pequeños atenidos siempre a la protección del estado: como los niños que les dice uno que no se suban a la barda y se vuelven a subir, siempre terminan cayendo. El gobernador aparece como padre amoroso, conmovido por la fragilidad de la barda y la caída de sus hijos. Todos se lamentan de la suerte de los sin suerte, de los culpables de sus desgracia, de los acostumbrados a no escribir su propia historia.
De la tragedia, de la negligencia no hay culpables. Y los qué hay son exonerados o se finge un castigo. Después, para los políticos "sacrificados" seguirá el premio, la recompensa por sus días de dolor. Para los habitantes del barrio habrá discursos anuales, fotos conmemorativas, declaraciones, compromisos de dientes para fuera, misas, vírgenes que se pasean y dolor, el dolor del amargo recuerdo. La mueca imborrable del dolor en el rostro.
Queda la solidaridad. El pequeño rayo de luz, la presencia de la humanidad que se tiende la mano, los vecinos unidos, dispuestos a conservar la memoria, el honor de sus muertos, el perfil, aunque maltrecho, de su barrio de Analco.