Por: Oscar Rojas
“Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo actual”
Walter Benjamin
20 de septiembre 2016.- Secretarios de Estado van y vienen, nuevos personajes con mismas políticas, mismo veneno en botella diferente; sucesión que lejos de representar un verdadero castigo o premio al mérito, casi siempre son movimientos estratégicos para evitar daños que puedan representar castigos electorales o perturbaciones sociales, es como cuando los curas pederastas son descubiertos, jamás pisan la cárcel, sólo son removidos de la escena pública: esta vez el fenómeno Trump se llevó entre las patas a Luis Videgaray, un tecnócrata con muy malos cálculos políticos.
Esta renuncia, no obstante, significa muy poco para nuestra suerte como ciudadanos. El verdadero problema se encuentra en los mitos que profesan estos profesionales de la burocracia, egresados del ITAM (Instituto Tecnológico Autónomo de México), escuela de pensamiento de derecha fundada en 1946 por la familia de Alberto Bailléres –hoy uno de los hombres más ricos del país . Detrás de Videgaray, pues, vendrá alguien igual que él: Jose Antonio Meade, un hombre con la misma religión, también del ITAM.
La primera reflexión debe partir del tipo de políticas que los personajes representan, es decir, debemos entender la religión que practican estos hombres. Luis Videgaray, si bien deja un país mucho más golpeado que cuando inició el sexenio, con la alta concentración de la riqueza, paraísos fiscales tolerados, impunidad, devaluación de la moneda y pobreza galopante, estos problemas continuarán con cualquier sucesor que compartan el mito en cuestión. Los itamitas suelen buscar –como acto de fe– que la realidad se ajuste a sus libros de texto, nunca al revés.
Entonces, ¿cuál es esta religión a la que nos referimos?: la liberalización de los mercados. Pero ¿De qué se liberan? La ciencia económica conservadora dirá que los mercados se liberan del dominio del Estado. La participación del Estado sería ineficiente, corrupta e irresponsable, mientras que la persecución de ganancias por parte de las empresas es, por el contrario, el símbolo del equilibrio social por excelencia. Los mercados se liberan de cualquier criterio humano, lo único importante es la ganancia.
El problema real es que el país no ha podido desarrollarse de forma sostenida, ni con la intervención del Estado, pero tampoco con los mercados liberados. El problema se centra, pues, que aún sin ninguna prueba científica – por ello es un mito–, los mercados son considerados irreflexivamente superiores a cualquier otra forma de organización. Antes bien, la intervención del Estado, así como hoy los mercados, han sido dos estrategias de un mismo principio: el de la acumulación infinita de riqueza en pocas manos.
¿Pero de dónde viene el mito que sostiene estas estrategias? El mito de la mano invisible surge de una interpretación sesgada de la obra de Adam Smith –considerado el padre de la ciencia económica–, quien veía con preocupación al Estado mercantilista que solía aplastar con su intervencionismo. Para Adam Smith era fundamental sólo en la división del trabajo, pues la especialización se puede desarrollar las capacidades tecnológicas que repercutirán en el desarrollo económico (obviamente estamos hablando del siglo XVIII, más tarde David Ricardo –el segundo economista más famoso, inglés de origen– descubriría cómo esta división del trabajo tiende a la explotación y al aprovechamiento desigual de la riqueza generada).
Smith parte de una teoría social más amplia, considera que los hombres pueden realizar acciones benevolentes, pero también acciones malevolentes, las primeras deben ser libres pues son el esfuerzo creativo, mientras que las segundas –las malevolentes– deben ser reguladas por el Estado para evitar el daño a la sociedad. Adam Smith nunca habló de la liberalización del quehacer humano sin distinción, que los mercados, por tanto, son un sustituto del Estado; el sistema social total no puede reducirse a un sistema de intercambio: la justicia –no el mercado– debe mediar entre el interés personal y el bienestar común.
Hemos ido hasta el siglo XVIII para dar luz sobre el presente: los mercados liberados no distinguen entre acciones benevolentes y malevolentes, hoy la riqueza no proviene del oro y la plata, sino del trabajo de toda la sociedad en su conjunto. El problema hoy es que el libre mercado hace las veces del Estado mercantilista: aplasta la economía y sólo permite la concentración de la riqueza en pocas manos. Con esta religión, las acciones malevolentes de los mercados liberados gozan de total impunidad. Si Adam Smith estuviera vivo no sólo correría a Videgaray, sino que destituiría a cualquier economista que utilizara, en su nombre, el mito de la mano invisible.
Es necesario que discutamos públicamente las políticas que los gobiernos señalan como inamovibles y que practican como actos de fe. Lo que se busca es un debate profundo del tipo de políticas mitológicas que se han implantado en la élite gobernante. Luis Videgaray descansa hoy en su casa como un soldado más del fanatismo de mercado, pero mientras Secretarios de Estado van y vienen, la población sigue hipotecando su futuro por un salario miserable –por una pequeña moneda, como dice Walter Benjamin–, todo por el bien de la estabilidad de los mercados. El mito se encuentra intacto.