Por: Iván Valadez
A falta de unos metros para llegar a su destino, sus manos se encontraban hinchadas como si toda su vida hubiera trabajado en el campo.
En sus pies tenía pequeñas bolsas de líquido que igualaban el dolor causado por las largas jornadas laborales. En sus piernas puso una pequeña proporción de bálsamo con las yemas de sus dedos, que había frotado suavemente entre la rodilla y el pie, y después poner unas bandas blancas de tela para adormecer sus piernas.
Un bastón improvisado, que encontró en algún kilómetro recorrido era media corazonada más. Su boca reseca exclamaba cada cierto tiempo “¡Jamás en mi pinche vida vuelvo a venir!”.
Aquella persona, era una chispa más de fe entre los miles y miles de peregrinos que anualmente, y durante la última semana de enero y primera de febrero, visitan a la Virgen de San Juan de Los Lagos, la segunda más visitada de México.
Un hombre de piel morena, pelo negro, altura promedio y ligeramente pasado de peso, decidió prepararse. Caminar una hora diaria por las mañanas no bastaría para los más de 164 kilómetros que se recorren en un tiempo de 30 horas.
Cada año, un grupo de no más de 50 hombres entre 12 y 60 años, se reunían en un punto específico. Una pequeña iglesia forrada de piedra ornamentada, unas palmas adornaba la entrada, jardineras y un kiosco conformaban el paisaje.
La media centena de peregrinos daba al hombre encargado 300 pesos, a cambio una camisa blanca con leyenda “Sanjuaneros Degollado, Jalisco” además de la comida por los siguientes dos días.
Él, vestía con pantalones deportivos, tenis cómodo, un par de camisas, chamarra, boina y unos guantes para el frío. Lucía como un esquimal. En su mochila traía consigo vendas, pomadas, una linterna y algunos alimentos para pasar la noche.
Los 50 hombres, entre ellos aquel hombre, partían a la medianoche, por las calles de Degollado rumbo a su destino; la gente los despedía con aplausos y un “Que les vaya bien” o “Dios, los bendiga”.
Al paso de la estrellas
En una noche se hacía acompañar de un frío de invierno y la luna abrigada por las nubes, irradiaba un ligero esplendor. El camino casi invisible, donde la oscuridad se apoderaba cada vez más de los minutos. Los árboles sin hojas, casi desnudos, cobijaban la baja temperatura y eran testigos de los pasos guiados por la pequeña linterna sujetada por unas manos que se congelaban en cada metro transcurrido.
Arandas, Jesús María, Santiaguito… eran algunos de los principales pueblos y ciudades que pasaron desapercibidos bajo la mirada de aquel hombre, quien sólo concentraba en caminar y no quedarse atrás, llevar una plática amena y evitar la llegada de Morfeo.
12 horas
Tras siete horas caminadas, con tan sólo un par de respiros de 15 minutos el cuerpo empezaba a fallar. El frío amordazaba cada extremidad de su cuerpo. En su frente empezaban a llover gotas de sudor. Las piedras se volvían obstáculos y el asfalto de la carretera era áspero para las plantas de los pies. El sol al fin se avecinaba.
El astro incandecente por fin echaba un vistazo al nuevo día, el número de prendas para el frío salían de aquel cuerpo hasta quedarse con lo más cómodo. Bloqueador, un sombrero, sorbos de agua, y más transpiración se adueñaron de él por las siguientes horas.
Carreteras, cerros, ríos, parcelas eran los paisajes recorridos en 12 horas de camino. Habían tenido tres sustentos al día, algunas paradas en tiendas y un sol que doblegaba el peso de su cuerpo, de sus piernas. A lo alto, una parvada de zopilotes que rodeaban a los peregrinos como aperitivo.
Un suspiro más
Por más de 4 horas tuvieron, en casa de campañas instaladas, su primer y último descanso. Aquel individuo, se desprendía de tenis y calcetines para frotar y reventar aquellas bolsas de líquido que se formaron en los diferentes pasajes. Con una espina bastaba.
Un cuarto antes de las 2:30 de la madrugada. Los 50 peregrinos realizaban la última parte de su travesía. Nuevamente las linternas, las chamarras y las prendas del frío aparecieron. Con un paso más firme, aún con ayuda de vendas y pomadas caminaron por las siguientes siete horas sin desviarse o detenerse. Él no iba ni en punta ni atrás del grupo, siempre se mantenía en medio.
Ya muy cerca de llegar a la basílica de San Juan de los Lagos, por cada 10 metros al menos 3 niños pedían dinero; también se ofrecían vasos de agua o algún tipo de alimento, dulces típicos, pruebas del dulce a base de leche, palanquetas, y obleas en sus diferentes matices. Todo ello vestía las calles de la ciudad, con gente recibiendo a más gente.
Tras poco más de 30 horas, las gotas de sudor de aquel hombre se convirtieron en adrenalina, la hinchazón de piernas en músculos y el cansancio se volvió una excusa más, para que así los últimos 10 metros se volvieran en los primeros 10 metros del siguiente año.
Frío, cansancio, hambre y dolor son parte del camino recorrido por los peregrinos que, como aquel hombre persiguen cumplir una manda, unas gracias y así poner a prueba su fe.