Por: César Octavio Huerta (@zorrotapatio)
I
Ningún improvisto, todo tranquilo, todo normal. Día como los demás; al menos hasta ese momento. Martín González Moreno regresa de Guadalajara, a dónde fue a comprar mercancías para su negocio de telefonía celular. Llega a la puerta de su casa, la cual se ubica a unos 6 kilómetros del municipio de Tala.
Cuando está a punto de entrar, varias personas se acercan. Martín los observa primero de lejos y después de cerca. Son policías estatales que bajan rápido de sus patrullas. Se acercan a Martín. Martín no sabe qué pasa. Los policías le preguntan: “¿Sabes a qué venimos?”. Martín, sincero, responde un seco “no”.
Segundos después, esos policías que son elementos de la Fuerza Única, un grupo de élite de la Fiscalía General de Jalisco, lo toman del hombro y lo meten a su casa. Revisan todo. Encuentran nada.
Martín, dentro de lo posible, se tranquiliza al pensar que pudo haber sido peor. Edna, su esposa, con siete meses de embarazo, no está presente en la casa. No ve a los policías. No mira cómo buscan todo y encuentran nada.
Martín se llena de esperanzas: piensa que todo va a terminar, que todo ha sido un malentendido. Que la pesadilla está por concluir.
Se equivoca.
De una de las patrullas los policías bajan a un muchacho descalzo. Evidencia golpes por todo el cuerpo. Le preguntan que sí conoce a Martín. El joven, con miedo que hasta se huele, responde que “sí”, que lo conoce.
Los policías sonríen. Con una rapidez que asombra, le colocan unas esposas a Martín y lo suben a la patrulla. Está detenido. En el camino, Martín piensa: “pronto se darán cuenta que esto es un error, me soltarán”.
Es 18 de septiembre del 2014. No sabe que el martirio apenas ha comenzado.
II
Martín llega a las oficinas de la Fuerza Única en el centro de Guadalajara. Policías comienzan a golpearlo. Le exigen que les diga la verdad. Martín dice lo que sabe: se dedica a vender celulares y automóviles. Los policías parece que no escuchan. Golpes y más golpes.
Lo trasladan a las instalaciones de la Fiscalía General de Jalisco en la calle 14. Lo vendan de los ojos, le echan agua por la nariz, le gritan que son policías y fuertes y que pueden hacer con él lo que les venga en gana. Que lo pueden matar y nadie va a decir nada. Le aplican toques eléctricos en los genitales. Martín no quiere ceder, pero los golpes y el dolor y el miedo y el dolor y los golpes y el dolor….
Martín termina por ceder.
“Yo ya no podía y les dije, ‘bueno pues, dime qué quieres que diga y voy a decir que sí’. Yo ya no aguantaba los golpes, me estaban asfixiando con agua, con los ojos vendados. Yo estaba dispuesto a todo, a firmar todo lo que me dijeran”.
Al día siguiente, lo llevan a unas oficinas donde hay otros siete detenidos. De ahí, a todos los trasladan al aeropuerto y luego a las oficinas de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO), en la Ciudad de México.
No quieren que Martín se arrepienta. No quieren que agarre fuerzas y diga que lo están torturando para decir algo que él no quiere decir. Por eso le dicen cosas de horror. Por eso lo amenazan. Por eso le mencionan que hay ahí “una tablita y un cazo con aceite hirviendo” para hacerlo hablar y firmar.
Martín tiene miedo. Pero observa, y mira que ahí está el muchacho que días antes lo acusó ante los policías. Y el muchacho tiene quizás tanto miedo como él.
Agentes de la SEIDO le piden que firme un parte informativo y él les implora que lo dejen hablar con su esposa. Acceden. Después de casi cuatro días incomunicado, Martín logra hablar con ella. Todo rápido. No hay tiempo suficiente para los te quiero y los te extraño. Hay que ir al grano. Le explica que está bien y le pide buscar un abogado lo más pronto posible.
Martín quiere a su esposa y piensa en la criatura que ella lleva dentro. Y eso le da fuerzas. Y eso lo llena de energía. Y eso lo hace rebelde. Les dice a los policías que están ahí que no dirá nada, que no firmará nada de lo que le lleven sin la presencia de un defensor.
Los agentes se enojan.
Al día siguiente, sin saber de qué lo acusan, Martín es trasladado al Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) número 5 de Oriente, en Perote, Veracruz.
Resulta ser que Martín no es un vendedor de celulares y automóviles con más de 15 años de experiencia. No, Martín no es Martín. Martín es, según describen las autoridades, el peligrosísimo y sanguinario jefe de plaza del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) en el municipio de Tala.
Cosas que pasan: a Martín le cambian la vida en 48 horas, su pasado y su presente. Lo acusan de ser quien da las órdenes de matar y desaparecer personas; de robar combustible, distribuir drogas y portar armas exclusivas del ejército.
Su nombre aparece junto al de otros seis hombres en el periódico La Crónica Jalisco. Según la versión de las autoridades reproducida por ese diario, Martín forma parte de un grupo delictivo que ofrecía a las personas trabajar en la venta de drogas y, si obtenían un no como respuesta, “las privaban de la libertad y posteriormente los trasladaban en camionetas a campamentos que tenían en la sierra” donde tras ser torturadas, eran quemadas en camas de leña. Luego, los acusados que “confesaron trabajar para la plaza”, dinamitaban los cuerpos y grababan los hechos con sus teléfonos celulares.
Paradójicamente, un año después policías federales se enfrentarían a tiros con un grupo armado en Ameca, un municipio vecino de Tala. Tras la refriega que duraría siete horas, capturarían a Yhovany Castro Urbano “El duende”, quien según el Comisionado Nacional de Seguridad, Renato Sales, fungía como jefe de plaza del CJNG en la región en que capturaron a Martín.
III
“Me empezaron a golpear, que si sabía quién se dedicaba a robar gasolina. Les dije que no reiteradamente, que no sabía. Bailaban en mí, en todo mi cuerpo, patada tras patada en todo mi cuerpo y cara”.
Esto no lo dice Martín. Este testimonio que consta en documentos judiciales es de Milton Trujillo Montiel, el muchacho al que los policías obligaron a acusar a Martín de ser el jefe del Cártel Jalisco Nueva Generación en la región sur de Jalisco.
“Nos trajeron en las patrullas atados de manos y pies, boca abajo con un pasamontañas en la cabeza para que les dijera quién era el que se dedicaba a robar gasolina. No les dije nada porque en realidad no sabía nada […] Escuché a varios policías que ya tenían a quien echarle la culpa de las armas y las pipas de gasolina que había encontrado abandonadas por el poblado de Cuisillos. Antes de arrancar, varios policías se pusieron de acuerdo para introducirse a un domicilio”.
Su relato es muy parecido al de Martín. Coinciden en lo fundamental: un montaje realizado por policías y después golpes, tortura, amenazas.
“La patrulla se paró repentinamente y se bajaron los policías gritando ‘rápido, rápido, dispérsense’ y a los pocos minutos escuché, ‘nada más hay una persona dentro de la casa’, y un policía gritó ‘revisen toda la casa’. A los pocos minutos los policías dijeron que estaba limpia la casa, que no habían encontrado nada, por lo que un policía dijo ‘súbanlo a una patrulla’ para justificar la entrada a la casa”.
Milton también acusa que los policías de la Fuerza Única le sacaron la declaración a golpes.
“Cuando nos seguían golpeando me preguntaron que si conocía a una persona, me la pusieron a la vista y le decía que no, era una persona que me dijeron los policías que se llamaba José Martín González Moreno, les decía que no, y ellos reiteraban que no me hiciera pendejo, y siempre les dije que no, entonces gritaron ‘a la calle 14’”.
Continúa Milton:
“Estando en la calle 14, me dieron a firmar una declaración que ellos agregaron cosas que no dije, y me dijeron que si no la firmaba me iban a seguir golpeando hasta que la firmara, fue de ese modo la firmé porque ya no aguanté los golpes que me dieron […] Los policías querían culpables para las dos pipas y armas que encontraron abandonadas, además querían asegurarse que donde se metieron al domicilio esta persona no saliera por lo que habían hecho en el domicilio”.
IV
Han pasado un año y medio desde esa tarde en la que se lo llevaron los policías. Martín no ha dejado de estar preso. Ahora lo está el penal de máxima seguridad en Puente Grande, Jalisco.
Se perdió el nacimiento de su hija, sus primeros pasos y también sus primeras palabras. Cada quince días tiene derecho a una llamada telefónica. Él la aprovecha para comunicarse con Edna Vega, su esposa, quien desde el día de su detención no ha dejado de luchar para demostrar la inocencia de Martín, tratando por todos los medios posibles de contar su historia, de darle fuerzas para que no claudique en su lucha.
Sin embargo, esta vez Martín no habla con ella. Del otro lado del teléfono, Martín accede a ser entrevistado, pero antes de hacerlo, me dice enfático que no podemos pasarnos de los nueve minutos. La primera pregunta obligada es preguntarle cómo se siente. Martín responde:
—Estoy más tranquilo, lo difícil fue al principio, no me caía el veinte por qué había pasado todo esto, por qué me habían involucrado en estas cosas y hasta el momento todavía ni sé ni por qué. A cualquier persona le puede pasar que sin andar cometiendo ningún ilícito te puedan involucrar o relacionar en problemas tan graves como éste—.
—¿Cómo has hecho para tener fortaleza para seguir?— Le pregunto.
—La ayuda de la familia, de mi esposa, han sido muy importantes porque a veces, con los golpes y los traumas que te deja esto es muy difícil solo. Aquí los psicólogos no te ayudan mucho porque en cuanto caes aquí, para la mayoría del personal eres culpable. Pidiéndole a Dios, encomendándome a Dios, agarrando la lectura un poquito y agarrando casos de todos, te apoyan también, te dicen “vamos adelante, vamos saliendo” y poco a poco vas agarrando la onda para salir adelante porque si te apachurras no sales de ningún apuro—.
Los minutos transcurren demasiado rápido. Martín me cuenta algunos detalles del relato que escribió en una carta dirigida a Emilio Enrique Pedroza, juez del juzgado sexto de distrito de Procesos Penales Federales en Jalisco, y se lamenta porque todo el proceso está colmado de irregularidades, desde el momento en que los policías lo sacaron de su casa, a golpes.
—A alguien que venía golpeado, le dijeron ‘es él’. Entonces, llegaron y me golpearon, sin investigar. A mí me hubiera gustado que antes lo hubieran investigado, lo hubieran llevado a una oficina y le revisaran su celular, sus cuentas, cualquier cosa que tenga relación con la gente que te está señalando… Pero ninguno, todo lo quisieron resolver a golpes e inventando todo. Me saca de onda que a una persona le cambien su vida de un día para otro sin tener relación con el caso—.
Su voz del otro lado del teléfono se escucha lejana, como un eco. Le pregunto sobre las pruebas que ha ido recopilando. Me responde que durante este tiempo ha presentado un sinfín de ellas que han salido a su favor, como las huellas periciales de las armas, los exámenes de toxicología, la falsificación de las firmas del ministerio público, pero aún así, el juez ha negado que Martín abandone la prisión.
—No hemos podido hacer mucho, metimos unos amparos, el juez nos los negó. Un incidente de libertad por falsificación de firmas del ministerio público y el secretario, nunca nos presentaron ante ellos. Presentamos también un incidente de libertad por desvanecimiento de datos y también nos lo negaron, se fue al cuarto tribunal e igual, sigo esperando el protocolo de Estambul, la prueba de que me torturaron para cerrar el caso. Tenemos la esperanza. Espero que el juez tome en cuenta todas las pruebas a nuestro favor y nos dé la libertad primero Dios—.
Una de las pruebas más importantes está relacionada con el parte informativo, donde los policías se encargan de hacer una reconstrucción de los hechos diferente, pues dicen que a él y a los demás implicados los detienen en Tala y de ahí los presentan ante el ministerio público, omitiendo los días en que los golpearon en Guadalajara.
—A mí me detienen el jueves en la noche y hasta el día sábado llego a la SEIDO en la noche. Ahí me quitaron las vendas y empezaron a inventar todo. Ellos inventaron quién era, quién mandaba, quién decía, quién compraba, todo lo inventaron. Yo no traía nada absolutamente, entonces ellos me pusieron droga, todo—.
Hemos hablado más de los nueve minutos a los que Martín tenía derecho, por ese motivo él me alerta que el tiempo se acaba. Antes de despedirme, alcanzo a hacerle una última pregunta:
—¿Antes de que te detuvieran y fueras a prisión, imaginabas que las cosas estaban así en México?—.
—Nunca pensé que me fuera pasar algo a mí ni a otra gente. Ahora, viviendo esta experiencia, tengo miedo—.