Por: Jorge Gómez Naredo (@jgnaredo)
I
La gente, la gente, siempre la gente.
Un edificio tumbado, hecho polvo, convertido en gruesos pedazos de ladrillos. Gente atrapada, sufriendo, herida. Vale la pena invertir fuerzas para salvar vidas. Un joven con un casco de motociclistas y mochila al hombro está ayudando a quitar escombro. Un estudiante, con camisa de los pumas, también. Trabajadores de la construcción que laboraban cerca, ahí están, con los trascabos de los y las herramientas de los patrones, echando fuerza, echando corazón. Las manos de la gente, cargando bloque de piedra por bloque de piedra. Esfuerzo. Vale la pena: sí que todo vale la pena por una vida que se rescate a la muerte.
La gente, la gente, siempre la gente.
Yo no vivía en la capital cuando 1985. En realidad, yo ni recuerdo bien eso del temblor. Era chico y mi infancia tiene un montón de huecos. Más de lo que suelen tener una persona “normal”.
Pero cuando estudiaba, me topé con los terremotos del 85. Leí crónicas de ellos, noticias, entrevistas. Vi imágenes… y la gente, la gente, siempre la gente.
El gobierno ruin de Miguel de la Madrid. Neoliberal. Vendepatrias. Ladrón. Gobierno insensible. Ineficiente. Y la gente, la gente, esa gente tan solidaria de la Ciudad de México.
Dicen los que saben, los expertos académicos en eso de terremotos y desastres, que en 1985 hubo un “despertar ciudadano”. El gobierno, inepto, se quedó paralizado. Y la gente, la gente, se puso a rescatar, a hacer que las cosas funcionaran. A poner el ejemplo.
En 1985 la cobertura periodística fue a través de la radio. He escuchado como reliquias las transmisiones que hizo Jacobo Zabludovsky desde un teléfono de auto. Hoy, 32 años después, las cosas son distintas y son iguales. Distintas: las imágenes y los videos aparecieron nada más suceder el sismo. El mundo se enteró de él en tiempo real. México en boca de todos. Iguales: la gente, la gente, siempre la gente y su solidaridad.
II
Los primeros videos son de pánico: mirar el edificio enorme que se viene abajo, las casas moviéndose, las oficinas y los escritorios y las lámparas y los libreros cayéndose. ¡Qué fuerte! ¡Qué miedo!
Después se divulgaron los videos donde aparece mucha gente. Sí, mucha. Con baldes, con martillos, con altavoces. El rescate. La solidaridad. La gente, la gente, siempre la gente.
La piel se enchina. Dan ganas de llorar. Este país tan solidario. Esta gente tan buena gente. Tan sensible. Tan llena de ganas para ayudar, para salvar, para rescatar vidas.
“Silencio”. Hay que estar callados para escuchar: ¿Alguien está ahí, abajo, en los escombros de lo que antes fue un edificio, una casa? La gente en silencio. La gente expectante.
Alguien aparece con vida. Y es un triunfo. Un logro de la solidaridad. Aplausos, gritos, euforia. En la tragedia, cualquier victoria es alimento para mantener la esperanza y las fuerzas. No hay policías, no hay bomberos, es la gente organizada, la gente que sintió el temblor y que pronto fue ahí donde había caos para ayudar. Para echar manos. Para soltar fuerza. Para conjuntar inteligencia.
Gente con carritos de supermercado que sirven para transportar escombros. Gente que forman enormes filas y se encarga de pasar el balde pesado lleno de piedras y cal y tierra. Gente que lo único que quiere es la vida de los que están atrapados ahí debajo de lo que dejó el temblor.
Esa solidaridad de hoy, a uno, lo llena de esperanza. A uno que, viendo el gobierno que tenemos, viendo la corrupción, viendo la insensibilidad de muchos, se vuelve parco y derrotado. Sí, a uno que es un convencido de las pocas posibilidades de rescatar a este país, esa solidaridad de los habitantes de la ciudad de México trae esperanzas. De ganas de continuar luchando. De ganas de cambiar, aunque estemos en la tragedia, este país.
Porque la vida vale la pena. Porque una sonrisa vale la pena. Porque una persona que sale con golpes y llena de tierra de entre los escombros, gracias a la solidaridad de todos, transmite una energía tan grande que es indescriptible.
La gente, sí, la gente, la que puede y debe cambiar a este país.