Aprender a mirar el mar: Sobre el bienestar o el terror futuro de las playas

Por: Mario Edgar López Ramírez

30 de mayo de 2025.-Comienzan las vacaciones de verano en México. Como todos los años, seguramente, el mayor destino de los turistas extranjeros y nacionales será las playas. Cancún, Puerto Vallarta, Mazatlán, Manzanillo y Los Cabos, en la primera línea. Pero un destino histórico se duele: el puerto de Acapulco, que toma fuerza para levantarse, aún golpeado por el paso del poderoso huracán Otis.

Lo sucedido en Acapulco en el año 2023 está ligado a una nueva tendencia de lo que puede acontecer a las playas de una gran parte de la tierra. Según las estimaciones científicas, diferentes costas comenzarán a sumarse a los escenarios de comportamiento descontrolado de los ciclones como efecto del aumento en la temperatura global, incluido el incremento de los niveles del agua en los océanos, por al derretimiento de los hielos polares.

¿A qué nueva visión de las costas nos está dirigiendo esta manifestación del calentamiento terrestre? ¿Qué toma de conciencia necesitamos para comprender mejor lo que está sucediendo en las playas? ¿Cómo funcionará en el futuro la relación de la humanidad con el mar?

Consecuencias del Huracán Otis en Acapulco. Imagen tomada de Informa Oriente

El fenómeno de la migración de vacacionistas hacia las playas no es exclusivo de México, es un acontecimiento global. La elección por visitar el mar y sus costas, la fuerte relación que existe entre la playa y el descanso vacacional, nos parece hoy algo natural, poco menos que un asunto lógico.

El vínculo entre las costas y la recreación, la arena y el descanso, el ocio y el espectáculo marino, es un referente mental que se encuentra instalado en una inmensa mayoría de vacacionistas, al hacer la elección sobre su lugar de descanso. Es una aspiración casi programada. Automática. Pero esto no ha sido siempre así en la experiencia de la humanidad. Ni siquiera es un fenómeno antiguo.

De hecho, en el imaginario histórico de más larga duración de las sociedades humanas, el mar ha representado más bien un lugar de inseguridad y de terror, un abismo líquido inexpugnable, indomable y misterioso, donde habitaban seres fantásticos e incomprensibles. Esto les imponía un respeto básico que quizá puede ahora enseñarnos.

Según Alain Corbin, durante el inicio de la llamada época clásica en Europa, hacia el siglo XV de nuestra era, una visión teológica catastrofista del mar y de sus riberas estaba bien instalada en la mente de las grandes masas del viejo continente, por eso se temía al mar y no se pensaba de él como un sitio de reposo: “más que el límite de la tierra, las costas fueron durante siglos la prolongación última del mar”, dice Corbin; en otras palabras, las playas no eran un lugar de seguridad como frontera de la tierra, sino un lugar inseguro como límite de una inmensidad incomprensible.

Las costas, pues, participaban de la caótica y multiforme fuerza del mar y eran “herencia de una vieja percepción humana: el mar como escenario de catástrofes… morada de mostruos, indomeñable y colérico”. Incluso eran el testimonio palpable, el antiguo vestigio, la cicatriz, de una de las mayores catástrofes bíblicas: el diluvio.

Melaque. Foto de Sergio Hernández Márquez

Corbin comenta que durante el siglo XVIII, esta liga entre el mar, la costa y el diluvio, por medio del pensamiento teológico dominante, se aceptaba como un hecho: “antes del diluvio –escribía, por ejemplo, el teórico británico Thomas Burnet en 1681– la faz de la tierra era suave, regular, uniforme, sin montañas y sin mar” pero durante el diluvio Dios abrió el gran abismo de las aguas como castigo, de tal forma que el mar, su cavidad, sus litorales y las montañas que lo delimitan datan del diluvio y constituyen “el más pavoroso espectáculo ofrecido por la naturaleza”, afirmaba Burnet en aquella época.

Primer aprendizaje respecto de la playa y del mar, que hoy colman el imaginario de los vacacionistas contemporáneos: la sensación de bienestar o incomodidad en el mar, dependen de los relatos que de él se cuentan. Y los relatos están ligados a la experiencia. Toda la época clásica europea, hasta casi mediados del siglo XVIII, impuso al mar una visión teológica catastrofista que bien nos podría abrir la posibilidad de una visión aterradora del mar y sus costas, que data de los siglos en que se escribió la Biblia (en el mar habita el Leviatán, monstruo marino que aterra al justo Job; del mar surge la bestia apocalíptica que se enfrenta al pueblo de Dios y finalmente en la ciudad celestial, que llegará con el segundo advenimiento de Cristo, no habrá mar).

Claro que se trata sólo de una línea de interpretación de la Biblia, que fue predominante en la época clásica europea, la cual prevaleció sobre otras referencias positivas que respecto al mar se hacen en el texto bíblico.

Entonces, ¿cuánto tiempo de vida tiene este paradigma mental que relaciona a la playa con el descanso y el bienestar? Relativamente poco, unos 350 años. Según Alain Corbin, el punto de quiebre se da hacia 1750, con la llegada de una nueva práctica: aprender a mirar el mar con nuevos ojos. Y aquí nace la playa como la conocemos hoy. Con la llegada del renacimiento, primero, y del mundo moderno, después, surgen dos cosas: una nueva visión teológica naturalista –ya no catastrofista– y la aparición de la visión científica.

Cayo Cochino Honduras. Foto: Sergio Hernández Márquez

Los teólogos naturales pugnaron por quitar el temor de los humanos a los fenómenos naturales y con ello al mar; proclamaron que la naturaleza es también un libro donde Dios refleja su poder: las costas del mar se volvieron, ya no expresión del diluvio, sino de la gloria de Dios. Era otra manera de mirar al mar. La playa era la marca del dedo de Dios que le ponía límite al colérico mar y expresaba el amor divino que protegía a su creación. El temor quedaba atrás y daba lugar al disfrute de la contemplación, a la estética de lo bello en los litorales.

Pero la afirmación definitiva del control del hombre sobre la playa lo dio la ciencia moderna. Al descubrir, investigar y documentar las relaciones entre los movimientos de la tierra, el cosmos y el mar –las mareas–, Galileo Galilei, René Descartes y después Isaac Newton, también educaron la mirada sobre el mar: los fenómenos marinos eran explicables a través de la razón, era factible conocer, nombrar y domar los animales que lo habitaban, que ya no eran bestias fantásticas, sino parte de la clasificación científica.

Con la llegada de la gran ingeniería del siglo XX, el mar se convirtió en fuente de recursos naturales: alimentarios, energéticos, logísticos y militares. Las playas bajo la influencia de la industria turística se afirmaron como sitios de descanso, esparcimiento y ocio, administradas desde la lógica de la ciencia económica, hasta convertirse en lo que son hoy: el principal destino turístico del globo, con sus hoteles y sus redes de servicios y confort.

Cancún, creación turística por el Gobierno de México

Pero a inicios del siglo XXI está retornando una aterradora perspectiva sobre el mar: el cambio climático antropogénico, provocado por la ambición desmedida, la industria y el consumo, disfrazados de progreso humano, están destruyendo la mirada benigna sobre la relación entre el mar y el bienestar. Al producirse el calentamiento global, los niveles de los mares subirán generando hechos catastróficos fundamentalmente en las playas, afectando a las ciudades y poblaciones costeras de todo el planeta; tanto a las regiones ricas como a las pobres.

Tal como señala el internacionalista Paul Kennedy en su libro titulado Hacia el siglo XXI: “debido a la geometría de las playas y las áreas costeras y a la dinámica de las olas, cabe esperar que una subida de un metro en el nivel del mar produzca una retirada de unos 100 metros de la línea costera. Las tormentas empujarán hacia el interior grandes masas de agua, inundando zonas hasta entonces seguras y las aguas marinas penetrarán más tierra adentro y río arriba salinizando los acuíferos de agua dulce”.

La reciente experiencia de los tsunamis, la agudización de los huracanes, la aceptación de los impactos brutales futuros que vienen a las ciudades que son iconos actuales del disfrute y del dominio sobre el mar (Miami, Tokio, San Francisco, Londres) están construyendo una nueva mirada aterradora de la playa.
¿Cómo mirarán el mar y la playa las generaciones futuras? ¿Qué relatos se contarán sobre esta inmensidad de agua salada?

El niño que miraba el mar de Luis Eduardo Aute

Ojalá sea un relato como el que escribió Eduardo Galeano en su Libro de los abrazos: “Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y el padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre: ¡ayúdame a mirar!”

Segundo aprendizaje sobre la relación entre la playa y el bienestar: necesitamos, urgentemente, una mirada que ame y cuide el mar.

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