Por: Hector Guerrero (@mexhector)
La tarde de hoy necesité mi café con más urgencia de la habitual. Al mediodía llegaron a mi celular mensajes de colegas y amigos que me informaron sobre el asesinato del periodista Javier Valdez Cárdenas.
Un grupo de sujetos le dispararon a quemarropa justo a unos metros del semanario Río Doce, un periódico en el que Javier trabajaba con empeño desde hace varios años, en el que cada semana publicaba su columna “La Mala Yerba”, la cual compartía con ese humor que lo caracterizaba: –consuman y luego rolénla–.
Hoy, los señores del mal, los que siembran el terror de este país, quienes lo han secuestrado los ultimos diez años, los que se han encargado de arrebatárnoslo, ellos, nuevamente se llevaron a un periodista. De la formal más vil le arrebataron la vida.
Hoy, estos señores no sólo le arrancaron a la sociedad a un escritor que daba cuenta del infierno en que vivimos, también asesinaron a un amigo. En lo personal, lo admiraba mucho. En esta dantesca realidad que nos ha tocado en los últimos años, los periodistas como yo, necesitamos de otros periodistas que nos ayuden a comprender lo que estamos viendo, nos den claves y pistas para poder avanzar, nos inspiren a seguir trabajando.
Eso justamente era lo que hacía Javier Valdez, ponía luz sobre historias en la sombra. Basta conocer la historia que da origen a su libro Con una granada en la boca para saber la clase de sucesos a los que nos estamos enfrentando.
Son precisamente periodistas como él quienes tienen el coraje y la valentía de contar realidades cotidianas que duelen, de no acobardarse, de no intimidarse ante los escenarios adversos.
"Tengo que escribir lo que veo y lo que escucho, tengo que levantar la voz para que sepan que el narco es una plaga, un devorador que traga niños y mujeres, devora ilusiones y familias enteras" escribió Javier Valdez en uno de sus libros. Con esas palabras, con ese estilo.
Javier Valdez era un hombre sonriente que hablaba claro y fuerte, como se acostumbra en el norte. Contaba historias terribles que le habían tocado vivir en carne propia y luego te hacia reír con una de sus características mentadas de madre al más puro estilo sinaloense.
Hace cinco meses en la presentación de su libro Los huérfanos del narco, en el marco de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, una persona le lanzó la misma pregunta que le hacía todo el mundo cada vez que alguien lo tenia enfrente: –¿No le da miedo?–.
Ante la interrogante, Javier respondió que era más fuerte su compromiso de narrar lo que ocurría, que el miedo que sentía.
Quizá, esa es la misma razón por la que muchos periodistas seguimos trabajando en México: para registrar la barbarie y queden apuntes de ella en la posteridad. Para que nuestros textos, nuestras fotos, nuestros audios, sobrevivan el tiempo y estas atrocidades no se vuelvan a repetir.
La ultima vez que hablé con Javier fue hace dos meses. Le conté que hacía una serie de entrevistas a periodistas y le dije que él debía estar en la lista, pero nuestra conversación tendríamos que hacerla con aguachiles de por medio. Como siempre, con sus bromas y su voz alegre, él respondió que estaba a la espera de que llegara ese día.
Lamentablemente, la próxima vez que visite Culiacán recordaré que a este país le arrebataron a un periodista comprometido, que siempre va a hacer mucha falta. Varios de sus amigos lo extrañaremos por siempre.