Por: Esther Armenta León*
5 de junio de 2017.- Cuando te quedan 18 horas para seguir respirando, basta con traer 500 pesos, la mujer a quien amas y tu hija para dejarlo todo. Edgar inició su viaje la mañana en que su puerta fue marcada con el número que representa a una de las bandas que controlan las calles de Honduras: la 18.
“Scrapie”, como le llaman en su aldea, salió el año pasado de su natal Puerto Cortés, “una playa blanca de lado a lado“, forzado a cambiar sus sembradíos de café, ya quemados por los maras, por un sueño: el americano.
“Dios es mi guía, si él me da la mano no tengo miedo a la muerte”, dice Edgar con seguridad, porque para uno de los tantos hondureños que huyen de la pobreza y la violencia en su país, encontrarse con la muerte en el camino no sería una sorpresa.
Sus palabras duras, fluidas y directas tienen la fuerza de la bestia que se ha tragado a más de cinco integrantes de su familia, entre ellos su abuelo, a quien llama “mi negrito”, primos y tíos. Sus palabras tienen la condena de la muerte, como la tienen las vías del tren.
El gobierno hondureño sabe por qué decenas de familias huyen de su territorio. Narcotráfico, pobreza, violencia y la falsa percepción de que si una familia llega con un menor a Estados Unidos no será deportada son los principales móviles del éxodo rumbo a la unión americana, así quedó en los registros de la Conferencia Internacional sobre Migración, Niñez y Familia, realizada en Tegucigalpa en 2014 y de la que el presidente Juan Orlando Hernández fue anfitrión.
En dicho evento, Guatemala, El Salvador, Costa Rica y Panamá también se comprometieron a “erradicar la emergencia de seguridad” causada por el crimen organizado y a generar mejores oportunidades de vida para niños y jóvenes, “el activo más importante de un país”.
Para el año 2015 casi siete millones de centroamericanos vivían en Estados Unidos, el 85% eran del “Triángulo Norte” -formado por El Salvador, Guatemala y Honduras-, según el informe Inmigrantes Centroamericanos en los Estados Unidos del Migration Policity Institute.
Edgar y su familia esperaban ser uno de ellos, pero el sueño solo llegó a las calles de California y a dos semanas de su arribo fueron deportados. “Los voy a mandar a México“, fue la amenaza del oficial de migración, cuando su deber era enviarlos de regreso a su país. Sin importarle, éste la cumplió:
Edgar, su esposa y su hija de entonces un año fueron enviados a Sahuayo, Michoacán por un agente migratorio. Vestida de asaltos, la delincuencia de la que huían los alcanzó en Sahuayo, solo que esta vez no tenían techo para refugiarse.
Los tenis marca Jordan color rojo que tenía puestos cuando salió de Honduras fueron hurtados por un policía en México. En su lugar unos tenis descoloridos por el sol y rotos por el caminar de sus pies le dan protección a Edgar cuando pasa las horas en los topes, cuando la velocidad de los automóviles disminuye de 40 a 10 kilómetros por hora, y entonces aprovecha para pedir un par de monedas.
“Yo no quisiera estar en los topes, ¿crees que lo quisiera?”, pregunta con el ceño fruncido. Calla y agrega “allá hay trabajo pero no comida, por eso estoy acá”.
18 veces les han despojado de su dinero, comida y ropa desde que iniciaron su viaje, entre los robos de policías municipales y los pagos a la delincuencia organizada para poder cruzar “su territorio”. Edgar y su familia no han podido iniciar una nueva vida.
“Si el desierto hablara diría tantas cosas”, dice, y seguido de aquellas palabras recuerda a sus 40 compañeros de tren desaparecidos a lo largo del viaje: saqueados, torturados, secuestrados, devorados por el crimen al norte del país, golpeados por el silencio del miedo, consumidos por los golpes del narcotráfico, por la mafia de los poderosos, saqueados, torturados y secuestrados. Al fin, desaparecidos.
El asfalto arde como hacen sus recuerdos. No hay sombra, solo una línea amarilla que divide los carriles y un hombre parado en el centro de la carretera. Es Edgar recolectando monedas para sacar el día.
Su esposa y su hija lo esperan a las afueras de un centro comercial en Ciudad Guzmán, municipio de Zapotlán el Grande, Jalisco, a unos mil 700 kilómetros en línea recta de su casa en Puerto Cortés. Fueron sus piernas las que los trajeron a este municipio.
“Hacés cuatro días de Sahuayo a Zapotiltic, luego dos horas a Huescapala y dos más acá. ¡Fuuun! -exclama al mover sus manos que simulan velocidad mientras el resto de su cuerpo permanece quieto- Caminás por la noche sin parar“. A diferencia de otros indocumentados ellos no se equivocaron de tren, llegaron aquí por la cercanía a Sahuayo, Michoacán.
“A partir de la delincuencia que se vive en el Golfo de México, -los migrantes- toman el tren del Pacífico, llegan a Guadalajara y se equivocan: toman el que va hacia Manzanillo pensando que van al norte. Por eso llegan a esta ciudad”, explica Julián Hernández Crisanto, jefe de proyectos y atención a la población en condiciones de emergencia del municipio.
En los últimos años los semáforos, cruceros y calles de Ciudad Guzmán han sido ocupados por personas que con mochila en la espalda y el sol incrustado en el rostro piden un par de monedas para sacar el día.
“El 90% de los inmigrantes es internacional, el 10% son personas mexicanas que vienen de Oaxaca, Guanajuato, Michoacán y otros estados“ asegura Hernández Crisanto, trabajador del Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF).
De acuerdo a la declaración del funcionario del DIF, la ciudad conocida por ser la cuna de Clemente Orozco, Consuelo Velázquez y Juan José Arreola es un pueblo bondadoso que recibe con los brazos abiertos a personas foráneas, sin embargo y por cuestiones burocráticas, la posibilidad de brindar empleo a inmigrantes es casi inexistente.
Saber quién se encarga de registrar la cantidad de inmigrantes, las estrategias para proteger sus derechos migratorios y acudir a asesorías, es un reto en Ciudad Guzmán. No hay respuesta a lo anterior, como “no hay institución que haya levantado la bandera para proteger a los inmigrantes (…) Lo que ayuda es la participación e interés de la gente”, puntualiza Hernández Crisanto.
“Al pisar tierra mexicana, todo individuo se hace acreedor de los derechos nacionales sin importar su origen”, sostiene el visitador adjunto de la Comisión Estatal de Derechos Humanos Jalisco (CEDHJ) en Ciudad Guzmán, Noé Contreras Zepeda, quien no define con exactitud cuál es la situación de los derechos humanos de los inmigrantes que llegan a la ciudad.
El funcionario público dice que la Comisión puede darles asesoría jurídica, pero declara que la competencia le corresponde al Instituto Nacional de Migración.
A sus 27 años, su cuerpo reconoce el frío de la calle, frío que pronto se cobija por el calor de la inseguridad. Edgar no duerme, no descansa. Está siempre alerta, velando en la calle, con hacha en mano, el sueño de su mujer y su hija. A veces logran reunir dinero y se hospedan en hotel. La habitación se convierte en santuario de desvelos causados por el mañana.
Cansado de pagar impuesto a los maras, decidió huir, dejar atrás las amenazas, el 18 en su puerta, los saqueos y la inseguridad. Hoy también está cansado, quiere huir, pero no sabe a dónde.
La violencia lo viene persiguiendo. Aquí en Ciudad Guzmán la vivió con palabras, con rechazo al hospedaje en los hoteles, la negación de un litro de leche en el DIF y el cobro de cinco mil pesos que -dice- le hizo el presidente municipal para otorgarle una licencia de trabajo. “¿De dónde saco los 5 mil, ah? En Veracruz nos cobraban 2 mil por unas actas falsas… No lo hicimos“.
“Que vida de perro” repite una y otra vez ahora que cae la noche y toma un respiro. “Cuando estuve en Sahuayo, yo ya esperaba estar en una de esas a las que llaman fosas”, dice Edgar al recordar los cinco días que pasó en el monte después de que unos policías municipales de ese lugar lo golpearon y se lo llevaron. “Me agarraron mala idea”, cree. Se detiene y no dice más.
Después de un momento se le viene a la mente el rostro confundido de una señora que lo miraba cuando lo sometían para subirlo a la patrulla. Ese ceño le hace pensar que no sólo los desiertos deberían hablar.
*Este texto fue ganador del Primer Consurso de Crónica de la Licenciatura en periodismo del Centro Universitario del Sur.