Por: Oscar Javier Martínez, «Oxama» (@sextocontinente).
21 de marzo de 2017.- En el año 2009 le concedieron a la ciudad de Berlín el Premio Príncipe de Asturias a la Concordia; en ese año también se cumplieron 20 años de la caída del muro que durante casi tres décadas fue símbolo de la Guerra Fría, y realidad cotidiana para una comunidad astillada, fragmentada, secuestrada literalmente por la política, el poder y las armas.
Desde aquel otoño de 1989, la capital alemana se fue reconstruyendo a sí misma apelando al carácter de sus habitantes, a la memoria colectiva y a una apuesta por el futuro que combina modernidad, políticas públicas y participación ciudadana.
En el año 2004 visité Berlín por primera vez. La estancia, sin tener el carácter de peregrinaje, sí tenía la pretensión de contrastar con la realidad algunas imágenes mentales que me acompañaban: Subir a Siegessäule, la columna de la victoria desde donde los ángeles de Wim Wenders se asoman para acompañar la soledad del hombre; visitar el diminuto museo de la Bauhaus para comprobar si era cierto que poseían una escultura del mexicano Germán Cueto y por supuesto recorrer los restos del muro de la ignominia.
El primer encuentro con la ciudad tuvo el efecto de una sacudida. Nada quedaba en 2004 de aquel Berlín gris y desolado de Las alas del deseo, cuyo título original es «El cielo sobre Berlín». Potsdamer Platz estaba llena de edificios altísimos y ultramodernos; el verdor de los tilos y la abundante vegetación eran una constante en las calles y plazas; el Río Spree y sus múltiples canales refulgían cristalinos bajo los rayos solares, prosiguiendo lentamente su curso.
La vida nocturna era bulliciosa, los museos rebosaban de visitantes entusiastas. Las huellas del desastre parecían reducirse a meros atractivos turísticos como el Checkpoint Charlie, donde por un euro te puedes tomar una foto con actores caracterizados como militares rusos, británicos, franceses, norteamericanos. Visiones de turista confundido; confundido, pero además ingenuo.
En aquella primera visita se me fueron los días caminando casi sin tocar nada, sin profundizar. Charlaba por las noches con mi amigo Harald Zeller mientras fumábamos; él sus Pall Mall de siempre y yo unos deliciosos Ducados. Luego iba a visitar a Martin High de Prime, un pianista que conocí en México, improvisador nato, freejazzero, muy loco. Martin ponía música en un bar de Oranienburg y me invitaba como emergente Dj.
Visité la columna pero ni rastro de ángeles, tan sólo turistas borrachos bajo el sol, y en el museo de la Bauhaus estaba Cueto, pero además algunas de las piezas de diseño más hermosas que jamás vi… Como la mayoría, observé el muro —sus fragmentos— como un recuerdo muy descolorido de un pasado también muy ajeno. Casi me decepcioné de la experiencia…
Algunos años mas tarde volví a Berlín en otras circunstancias. Esta vez las charlas con Harald fueron más profundas, las caminatas sin prisa, las visiones más claras. Comencé a vislumbrar una ciudad adolorida detrás de las vidrieras de las tiendas de lujo, de la ostentación grosera del Sony Center, de la ampulosidad del museo judío.
Nunca olvidaré la ocasión en que mi amigo me comentó algunos recuerdos de juventud, su vida cotidiana con el muro al lado, su concepción del mundo habitando una ciudad que era a la vez símbolo y bandera. Me impactó cuando me dijo:
El metro cruzaba varias estaciones del Berlín oriental para salir nuevamente al otro lado de occidente y por supuesto no se detenía en ellas. Ver los andenes vacíos, vigilados perpetuamente por guardias armados con perros adiestrados era sobrecogedor, pero tan cotidiano que con el tiempo parecía perfectamente normal. Así era nuestra vida
Luego de esa charla no pude subirme al metro sin dejar de escudriñar los rostros, los gestos. Intentaba indagar los pensamientos, rastrear las huellas del pasado. Algunos berlineses, los mas viejos, dicen que el muro aún existe en las mentes de las personas. Para los orientales sus vecinos siempre serán superficiales, algo atolondrados, bastante vacuos; para los de occidente sus vecinos parecen anticuados, temerosos, algo taimados y no fiables. Los más jóvenes, los que vieron la luz después de aquel nueve de noviembre de 1989 ni siquiera saben qué parte de la ciudad pertenecía a qué bando. Y quizás sea lo mejor.
Me queda en la memoria un recuerdo de mi último viaje a la ciudad. Bajando en una tarde de sol por la estación Warschauer, hasta el bellísimo puente de Obermaun, me topé sin quererlo con lo que llaman la East Side Gallery; el largo fragmento de muro de más de un kilómetro decorado con pinturas y graffittis de artistas de distintos países.
Ahí, justo en el inicio del fragmento amurallado, un hombre sin camisa y con botas militares caminaba vacilante por lo alto. En su mano llevaba una botella de licor envuelta en papel. La imagen estalló en mi mente y sentí que se detenía el tiempo. Aquél hombre, ni joven ni viejo, ni sobrio ni borracho, sin camisa, sin nombre y sin voz desafiaba las alturas haciendo malabares a tres metros del piso, bailando sobre el muro. El muro de Berlín.
Como una exhalación abrí la mochila, saqué la cámara y apunté mientras el hombre, quizás cansado de su danza sin público, decidía bajarse. Tomé un par de fotos pensando que el instante se había ido para siempre, pues él estaba casi en el suelo mientras se abría el obturador. El resultado está aquí y lo comparto, como una instantánea de la ciudad que ha sabido reinventarse a sí misma; que a casi treinta años de que cayera el muro apuesta por seguir viva en la calidez de su gente más que en las piedras nuevas que se erigen, gente como Harald y Gisela, como Martin, albañil por las mañanas y pianista de Free Jazz por las noches. A esa gente que conozco y a la que no los abrazo en la distancia y bailo con ellos sobre el muro.