Por: Raúl Valencia Ruiz (@v4l3nc14).
2 de abril de 2017.- Entre la sinfonía de voces (que más pareciera un escándalo), que se pronuncian a favor de votar y las que invitan a no hacerlo, me inclino por lo segundo.
Diré por qué, ciertamente, pero antes tengan a bien hacerme una concesión. Esta consiste en aceptar como premisa que todas las personas, absolutamente todas, pensamos y por tanto actuamos políticamente: Piensa y actúa políticamente el «franelero» que resiste a los inspectores de reglamentos que intentan retirarlo o reubicarlo, ya sea porque de ello dependa alimentar a su familia o poder tomarse unas «chelas» al final de la jornada. Piensa y actúa políticamente el automovilista que se dice a favor de que el «franelero» sea retirado o reubicado, ya sea porque defienda el espacio público «agandallado» por el «franelero» o porque diga simplemente que no debe estar allí. Piensa y actúa políticamente el ciclista urbano que se enfrenta al automovilista que invade las vías, muy pinches por cierto, que se han dispuesto para la movilidad alternativa, si es que las hay siquiera. Piensan y actúan políticamente los editores de una revista digital, que teniendo los recursos para ofrecer una edición impresa de sus contenidos deciden no hacerlo.
De esto se desprende que la nuestra, como muchas otras, es una sociedad politizada. De tal forma que, en esta dinámica es prácticamente imposible sostener una posición, por decirlo de alguna manera, congruente. Es decir, no hay quién tenga una forma de pensar y actuar políticamente «pura», pasamos todo el tiempo de posiciones liberales humanistas a democráticas populares, pasando por posturas más bien conservadoras, por no decir mochas, hasta llegar a otras francamente autoritarias.
Pero si ustedes, amables lectores, creen que esto no es así, que conocen a alguien, o conocen a alguien que conoce a alguien, o alguna o alguno de ustedes piensa y actúa congruentemente con un núcleo de ideas o valores, que llamaremos aquí con el genérico de «ideología», entonces no pierdan su tiempo, pasen a otras lecturas y ubíquense, a gusto personal, entre las bestias salvajes o los dioses de algún olimpo.
«Pensar» políticamente los problemas actuales, resultará tan útil para ésta y para las siguientes generaciones como lo ha sido para nosotros saber si los ángeles son o no seres sexuales, o si Eva o Adán tenían ombligo.
Se debe señalar, y quiero ser enfático en esto, que cuando hablo de nuestro modo de pensar y actuar no lo hago desde un aspecto cognitivo, no hablo de problemas de tipo psicológico o filosófico, que parten de la experiencia individual. Por el contrario, defiendo la idea de que nuestras formas de pensamiento diferenciadas provienen de una construcción socio-histórica, que más o menos comenzó hace 200 años, pongan ustedes la fecha: 1776, año de la revolución norteamericana; 1789, año de la revolución francesa; 1795, año de la insurrección e independencia de esclavos negros en Haití; 1810 ó 1821, años en los que aún no nos hemos puesto de acuerdo en señalar como de la Independencia de México.
Cualquier fecha es válida si nos ayuda a establecer el origen del pensamiento político moderno. El pensamiento político moderno, sea cual sea su aliento ideológico, parte de la pretensión de que es posible conducir el curso de la historia, señalar el camino que como sociedad hemos de seguir, emplazado por un horizonte utópico.
Pero resulta que la innovación del pensamiento político moderno, respecto a las formas de pensamiento anteriores, no fue resultado de «pensar» políticamente la «realidad». En ello confluyeron varios factores, como los cambios en aspectos productivos y tecnológicos fundamentalmente. Estos cambios condujeron a la formulación de preguntas sobre sus antecedentes, implicaciones y las visibles transformaciones que acarreaban. Alguien, muy lúcido, propuso que «no es la conciencia de los hombres la que determina la realidad, por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia»; sí, tienen razón, se trataba del buen amigo Carlos, Carlos Marx.
Esta idea ha logrado trascender en el tiempo no por obstinación, ni por añoranzas de marxistas trasnochados, sino que ha dejado de ser una idea abstracta para erigirse como una respuesta concreta a un fenómeno social, como lo es el cambio en las estructuras de la sociedad. Sin pretender reducir el planteamiento, ni mucho menos desprenderlo de todo su contenido o limitaciones, me limitaré a señalar que existe una clara relación entre la economía y la política; de toda forma que cualquier transformación que pretendamos hacer de nuestra realidad social, no sólo derivará de pensar políticamente la realidad, sino que se sostendrá de nuestra capacidad de transformar la manera en la que socialmente producimos la riqueza y, más aún, de cómo la distribuiremos.
En algún momento, durante la administración federal del alcohólico de Felipe Calderón (afirmación que no discutiré aquí), se nos invitó a participar en el concurso «El trámite más inútil». Aunque la merecida ganadora fue una derechohabiente del IMSS, hay quien dijo que el trámite más inútil es el voto, hoy en día no podría estar más de acuerdo.
Ningún gobernador, diputado federal o local, presidente municipal, regidor o quien sea, tiene la facultad o la atribución de decidir en política económica, y mucho menos en el tipo de economía política que como país nos define ante el sistema económico internacional. Quien diga que, de votar por ella o por él, mejorará tu situación económica, que las tortillas no faltarán en la mesa, que tendrás un mejor empleo o que resolverá la pobreza, habla para no decir nada.
La Constitución política no brinda ningún margen de acción para que algún «representante popular» decida en economía. Todo político en México actúa en los márgenes que le proporciona la política económica nacional. Que aunque es política de Estado, el Estado mexicano no gobierna; podría, si nuestros representantes así lo quisieran. Obviamente se discute y acuerda en el idílico mundo del trabajo legislativo, ¿quiénes?, claro está que los «representantes populares», pero resulta que éstos no deciden en base a una voluntad popular.
Se me dirá que por esta misma razón es importante «ciudadanizar» la política, de tal forma que el voto es fundamental, que todo avance o retroceso en este tema es propio de la democracia, de sus tiempos. Pero, lo que no nos detenemos a contemplar, es que así como la «democracia» en México ha dado lugar a la participación de candidatos como Pedro Kumamoto, de quien sólo puedo expresar respeto y admiración, ni aún así votaría por él. Esto, en total desconfianza a las bondades de la «democracia» mexicana, que también ha dado lugar a la participación de candidatos como el ciudadano Guillermo Cienfuegos, «el payaso Lagrimita», a quien no le guardo respeto alguno, ni mucho menos a los artífices de su campaña y sus defensores, entre quienes cuento, desde luego, con sus justas excepciones, a los funcionarios del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
En tanto, lo que debiéramos aprestarnos a discutir no es el sentido de nuestro voto, o si se debiera anular. Cualquier cambio que nos propongamos realizar tiene que ver con discusiones que se nos han dicho superadas. ¿Quién, quiénes y por qué decidieron que ya no se valía discutir la base de la propiedad privada? ¿Por qué un tema como este sólo se discute en foros especializados, a los que asistimos con el propósito de recabar evidencia de nuestra «productividad académica»? ¿De verdad resulta tan aberrante o herético hoy en día discutir si la riqueza es una construcción social y que por tanto su distribución no debe ser por un principio de propiedad privada? ¿Cuándo comenzaremos a discutir, democráticamente, el sentido de lo que producimos?
Aunque todo lo dicho sólo es una forma de pensar y, quizá, de actuar políticamente incorrecto.