Por: Roberto Estrada (@robertoestrada0)
Entre 1600 y 1601, sucedería un encuentro controversial entre dos grandes astrónomos: el danés Tycho Brahe y el alemán Johannes Kepler. Se hallaban en el castillo de Benatky, en Praga, que pertenece al Sacro Imperio Romano Germánico, bajo el auspicio del emperador Rodolfo II de Habsburgo.
Tycho Brahe, quien ya gozaba de prestigio, tenía el cargo de matemático imperial en Praga y decidió invitar al joven pero prometedor Kepler a trabajar a su lado como su asistente. Desde el principio su relación estaría plagada de tensiones y fricción, entre un Brahe de carácter hostil, enfermo de las vías urinarias, y un Kepler hipocondríaco y de personalidad frágil.
La ríspida relación no duraría mucho, porque Brahe moriría en octubre de 1601, con cierto halo de misterio, posiblemente a causa de envenenamiento de la sangre por consumo de mercurio, pero que aparentemente él mismo utilizaba en medicinas alquímicas para tratar sus malestares urinarios.
A su muerte, Brahe le heredó a Kepler sus Tablas rudolfinas que tratan sobre la medida de la posición de los planetas, en especial sobre la irregularidad o movimiento retrógrado de Marte, que posteriormente servirían para sentar con Newton las bases para la Ley de la gravitación universal.
Es con esta atractiva historia de la ciencia que el escritor Juan Villoro logró el germen y argumento de su extraordinaria obra de teatro La desobediencia de Marte, con las actuaciones de Joaquín Cosío y José María de Tavira, bajo la dirección de Antonio Castro.
La puesta en escena está cerrando así su temporada en el país, con dos funciones en el Conjunto de Artes Escénicas de la Universidad de Guadalajara, el jueves 9 y el viernes 10 de noviembre, a las 21:00 horas.
La confrontación de los personajes de la obra trasciende el ámbito apasionado de las concepciones matemáticas y astronómicas. Se transforma en un duelo ineludible sobre la mundana humanidad de los protagonistas. Ahí se da una pugna entre sus miedos, sus diferencias, sus vicios, sus debilidades, su admiración pero a la vez su desprecio.
Al mismo tiempo es una obra que se desdobla para autorreferenciarse y mostrar a dos actores que han llegado hasta ese momento de actuación para enfrentar y resolver desde la lucha y obsesión de sus personajes –que en cierta medida los definen a ellos– la vieja realidad de su destino.
Para Joaquín Cosío el texto es un reto actoral “en el mejor de los sentidos, fascinante pero complicado”. Poseedor de “una sustancia muy literaria y poética, con un trabajo verbal muy meticuloso, de estructura compleja para representarlo”, pero que el director, Antonio Castro, “domesticó” para hacerlo sumamente divertido y atractivo para el público.
La obra se fundamenta en cómo personajes antagónicos pueden construir una relación. Es dramática porque los personajes sostienen una realidad, es decir, hay “un antagonismo y una necesidad”, señaló Cosío, y dijo que esto la hace disfrutable por los espectadores, porque es “totalmente humana”.
En cuanto al aprendizaje actoral que les deja esta pieza teatral, José María de Tavira, destacó que es algo que va más “allá del lenguaje y de la lógica”. La intimidad que logran dos actores en escena no es algo que se pueda verbalizar, y recordó una frase del texto en que Villoro dice que “un actor sólo es sincero en escena”, porque “estás en vivo, prácticamente en la cuerda floja con un compañero”. Es “una alianza maravillosa, hacemos un buen equipo”.
De Tavira reconoció que la cualidad de La desobediencia de Marte, es que Villoro aquí como en todo su trabajo, es “capaz de hablar de temas muy complejos de manera muy terrenal, y siempre con sentido del humor. Es una obra dentro de otra obra, y eso le fascina el público. Desnuda la ficción y nos hace comprender lo sencillo y absolutamente mágico que es el teatro”. Además, es “un homenaje de Juan Villoro” a quienes hacen este arte.