Se dice que la navidad es la época del año en la que adquirimos las experiencias que habremos de añorar una vez que hemos dejado de ser niños. Este parece ser el caso de este cuento de Truman Capote, publicado originalmente en 1983.
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Por: Truman Capote.
25 de diciembre de 2016.- Primero, un breve preámbulo autobiográfico. Mi madre, mujer excepcionalmente inteligente, era la chica más guapa de Alabama. Todo el mundo lo decía, y era verdad. A los dieciséis años se casó con un hombre de negocios de veintiocho que provenía de una buena familia de Nueva Orleans. El matrimonio duró un año. Ella era demasiado joven tanto para ser madre como para ser esposa; era además demasiado ambiciosa —quería ir a la universidad para tener una carrera. De modo que dejó a su marido; y, por lo que a mí se refiere, me puso al cuidado de su numerosa familia de Alabama.
Durante años, rara vez vi a ninguno de mis padres. Mi padre tenía asuntos en Nueva Orleans, y mi madre, tras graduarse, empezaba a abrirse camino por sí misma en Nueva York. En lo que a mí me concernía, ésta no era una situación desagradable. Era feliz donde me hallaba. Tenía a muchos parientes amables conmigo, tías y tíos y primos y, especialmente, a una prima ya mayor, con el pelo canoso, una mujer ligeramente tullida llamada Sook. Miss Sook Faulk. Tenía a otros amigos, pero ella era, con mucho, mi mejor amiga.
Fue Sook quien me habló de Papá Noel, de su barba abundante, su traje rojo y su ruidoso trineo cargado de regalos, y yo la creí, del mismo modo que creía que todo era voluntad de Dios, o del Señor, como siempre le llamó Sook. Si tropezaba, o me caía del caballo, o pescaba un gran pez en el riachuelo —bueno, para bien o para mal, todo era por voluntad del Señor. Y eso fue lo que dijo Sook al recibir las alarmantes noticias de Nueva Orleans: Mi padre quería que yo fuera a pasar con él la Navidad.
Lloré. No quería ir. Nunca había salido de aquella aislada y pequeña ciudad de Alabama, rodeada de bosques, granjas y ríos. Jamás me acostaba sin que Sook me peinara el pelo con los dedos y me besara para darme las buenas noches. Además, me asustaban los extraños, y mi padre era un extraño. A pesar de haberlo visto varias veces, su imagen se confundía en mi memoria; ignoraba qué aspecto tenía. Pero como decía Sook: «Es la voluntad del Señor. Y, quién sabe, Buddy, quizás hasta veas la nieve».
¡Nieve! Hasta que aprendí a leer por mí mismo, Sook me leyó muchos cuentos, y parecía haber cantidad de nieve en la mayoría de ellos. Deslumbrantes copos de ensueño deslizándose por los aires. Era algo con lo que soñaba; algo mágico y misterioso que deseaba ver y sentir y tocar. Por supuesto, ni Sook ni yo nunca lo habíamos hecho; ¿cómo habríamos podido hacerlo viviendo en un lugar tan caluroso como Alabama? No sé cómo pudo pensar que yo vería nieve en Nueva Orleans, ya que Nueva Orleans es aún más calurosa. Pero qué más da. Intentaba infundirme coraje para emprender el viaje.
Me dieron un traje nuevo. Me colgaron en la solapa una tarjeta con mi nombre y mi dirección. Eso, por si me perdía. El caso es que iba a hacer solo el viaje. En autobús. En fin, todos pensaron que estaría a salvo con mi tarjeta. Todos, excepto yo. Estaba asustado; enfadado. Furioso con mi padre, ese extraño, que me forzaba a abandonar mi casa y a separarme de Sook por Navidad. Se trataba de un viaje de cuatrocientas millas, poco más o menos. Mi primera parada fue Mobile. Allí, cambié de autobús, y viajé horas y horas por tierras pantanosas a lo largo de la costa hasta llegar a una ciudad ruidosa, con tranvías tintineantes y mucha gente peligrosa con pinta extranjera.
Era Nueva Orleans.
Y, de pronto, al bajar del autobús, un hombre me rodeó con sus brazos y me exprimió la respiración; reía y lloraba —un hombre alto y apuesto, riendo y llorando. Dijo:
—¿No me conoces? ¿No conoces a tu padre?
Yo había enmudecido. No dije una sola palabra hasta que, al fin, mientras íbamos ya en un taxi, le pregunté:
—¿Dónde está?
—¿La casa? No muy lejos.
—No, la casa no. La nieve.
—¿Qué nieve? —Creía que habría un montón de nieve.
Me miró con extrañeza, pero acabó por reír.
—Nunca ha nevado en Nueva Orleans. Al menos nunca que yo sepa. Pero escucha: ¿oyes ese trueno? Seguro que va a llover.
No sé qué es lo que más me asustaba, si el trueno, los fulminantes rayos que lo seguían —o mi padre. Aquella noche, al acostarme, seguía lloviendo. Recité mis oraciones y recé para estar pronto de vuelta a casa con Sook. No sabía cómo iba a poder dormirme sin que ella me diera el beso de las buenas noches. Lo cierto es que no conseguía dormirme, de modo que me puse a pensar en lo que iba a traerme Papá Noel. Quería un cuchillo con el mango de nácar. Y un gran rompecabezas. Un sombrero de cowboy con un lazo de rodeo. Un rifle BB para matar gorriones. (Años más tarde, tuve una escopeta BB con la que maté un cenzontle y un mirlo, y jamás he podido olvidar cuánto lo sentí y cuánta pena me dio; nunca volví a matar otra cosa, y todos los peces que pesqué los devolví al agua.) También quería un caja de lápices. Y, más que cualquier otra cosa, una radio, pero sabía que era imposible: no conocía ni a diez personas que tuvieran radio. Recordarán que era la época de la Depresión, y en el Profundo Sur eran escasas las casas que tuvieran radio o refrigerador.
Mi padre tenía las dos cosas. Parecía tenerlo todo —un coche con el asiento trasero descubierto, por no hablar de una casita color rosa en el Barrio Francés, con balcones de hierro forjado y un patio interior ajardinado, lleno de flores y refrescado por una fuente en forma de sirena. También tenía media docena, por no decir toda una docena, de amigas. Al igual que mi madre, mi padre no había vuelto a casarse; pero los dos tenían a admiradores asiduos, y, quisiéranlo o no , antes o después recorrieron el camino del altar —en realidad, mi padre lo recorrió seis veces.
Pueden, pues, comprobar que tenía un gran encanto; y, de hecho, parecía seducir a la mayoría de la gente —a todos menos a mí. Eso era lo que me azaraba tanto, siempre arrastrándome de aquí para allá para que conociera a sus amigos –a todos, desde el banquero hasta el barbero que le afeitaba cada día. Y, naturalmente, a todas sus amigas. Y lo que es peor: se pasaba el tiempo besándome, achuchándome y presumiendo de mí. ¡Me sentía tan avergonzado! Primero, no había nada de qué presumir. Yo era un auténtico chico de campo. Creía en Jesús y rezaba concienzudamente mis oraciones. Estaba convencido de que existía Papá Noel. Y, en mi casa de Alabama, excepto para ir a la iglesia, nunca llevaba zapatos, invierno o verano.
Era una auténtica tortura ser arrastrado por las calles de Nueva Orleans dentro de aquellos zapatos fuertemente atados, calientes como el infierno, tan pesados como de plomo. No sé qué era peor, si los zapatos o la comida. En mi casa estaba acostumbrado al pollo a la parrilla, a las verduras estofadas, a las judías con mantequilla, a pan de maíz y a otras cosas reconfortantes. ¡Pero esos restaurantes de Nueva Orleans! Nunca olvidaré mi primera ostra, era como un mal sueño deslizándose por mi garganta; tuvieron que transcurrir décadas antes de que volviera a tragar otra. En cuanto a toda esa comida criolla cargada de especias —sólo pensarlo me da acidez. No señor, yo añoraba las galletas recién sacadas del horno, la leche fresca de vaca y la melaza casera. Mi pobre padre no tenía ni idea de cuán desgraciado era yo, en parte porque nunca dejé que lo notara ni porque jamás se lo dije; en parte porque, aunque mi madre protestara, él se las había ingeniado para conseguir mi custodia legal durante las vacaciones de Navidad.
Me decía:
—Di la verdad, ¿no quieres venir a vivir aquí conmigo, en Nueva Orleans?
—No puedo.
—¿Qué significa que no puedes?
—Añoro a Sook. Añoro a Queenie; tenemos un conejito de Indias muy divertido. Lo queremos mucho.
Dijo mi padre:
—¿Es que a mí no me quieres?
Dije yo:
—Sí.
Pero la verdad es que, a excepción de Sook y de Queenie y de unos pocos primos y de un retrato de mi hermosa madre al lado de la cama, no tenía una idea muy clara de lo que significaba querer.
Pronto lo descubrí. La víspera de Navidad, mientras caminábamos por Canal Street, me paré en seco, extasiado ante un objeto mágico que vi en el escaparate de una gran tienda de juguetes. Era la maqueta de un avión lo bastante grande como para sentarse dentro y pedalear como en una bicicleta. Era verde y tenía una hélice roja. Estaba convencido de que, si pedaleara con la suficiente energía, ¡el avión despegaría y levantaría el vuelo! ¡Habría sido en todo caso fantástico! Ya podía ver a mis primos en el suelo mientras yo volaba por entre las nubes. ¡Ver para creer! Reí; reí y reí. Fue la primera vez que mi padre pareció sentirse a gusto conmigo, si bien no supiera qué me había parecido tan divertido.
Aquella noche recé para que Papá Noel me trajera el avión.
Mi padre había comprado ya un árbol de Navidad, y estuvimos un montón de tiempo en un supermercado eligiendo cosas para adornarlo. Entonces, cometí un error. Coloqué un retrato de mi madre bajo el árbol. En el momento en que mi padre lo vio, se puso pálido y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer. Pero él sí. Fue hacia un armario y sacó de él una botella y un vaso largo. Reconocí la botella porque todos mis tíos de Alabama teman muchas exactamente iguales. ¡Puro «Moonshine», licor destilado ilegalmente durante la Prohibición! Llenó el vaso y se lo bebió entero de un trago. Hecho esto, fue como si el retrato se hubiera desvanecido.
Esperé, pues, la Nochebuena y el siempre excitante advenimiento del orondo Papá Noel. Por supuesto, jamás había visto ese pesado y ruidoso gigante con la panza hinchada dejarse caer por la chimenea y exhibir alegremente su generosidad bajo un árbol de Navidad. Mi primo Billy Bob, que era un miserable enanito, pero que tenía un cerebro como un puño de hierro, afirmaba que todo eso era una tontería, que no existía semejante criatura.
—¡Vaya! —dijo. Creer que un Papá Noel existe es como creer que una mula es un caballo.
Esta disputa tenía lugar en la plaza del pequeño juzgado.
Le contesté:
—Existe un Papá Noel porque lo que hace es voluntad del Señor, y todo lo que es voluntad del Señor es verdad.
Y, escupiendo en el suelo, Billy Bob se alejó:
—¡Bueno, al parecer, tenemos a otro predicador entre nosotros!
Siempre me hacía a mí mismo la promesa de no dormir en Nochebuena, quería oír el baile saltarín del reno en el tejado y quedarme allí, al pie de la chimenea, esperando a Papá Noel para saludarle. Y, en aquella Nochebuena en particular, nada me parecía más fácil que permanecer despierto.
La casa de mi padre tenía tres pisos y siete habitaciones, algunas espaciosas, sobre todo las tres que daban al jardín del patio: el salón, el comedor y una sala de música para los que querían bailar, tocar música y jugar a las cartas. Los dos pisos superiores estaban adornados con balcones de hierro forjado, cuyos intrincados barrotes verde oscuro se hallaban delicadamente entrelazados con buganvilias y rizadas guirnaldas de orquídeas —planta ésta que parece un lagarto chasqueando su lengua roja. Era el tipo de casa ostentosa con suelos encerados. Algún mimbre por aquí y algún terciopelo por allá. Podría haber sido confundida con la casa de un rico; era más bien la casa de un hombre con pretensiones de elegancia. Para un pobre (pero feliz) chico descalzo de Alabama, era todo un misterio el modo en que se las arreglaba para satisfacer esta aspiración.
No había en cambio misterio alguno en lo que se refiere a mi madre, quien, tras graduarse en la universidad, se esforzaba por ejercer todos sus encantos mientras luchaba por encontrar en Nueva York al novio adecuado que pudiera permitirse vivir en pisos de Sutton Place y adquirir abrigos de marta cebellina. No, los recursos de mi padre le eran de sobra conocidos aunque nunca mencionara el asunto hasta años después, cuando ya había podido comprarse collares de perlas que colgaban de su cuello envuelta en pieles.
Había ido a visitarme a uno de esos internados nobs de Nueva Inglaterra (donde mi enseñanza era costeada por su rico y generoso marido), cuando algo que comenté la enfureció; gritó:
—¡Conque no sabes por qué vive tan bien! Yates y cruceros por las islas griegas. Pues, ¡sus mujeres! Piensa en esa larga lista. Todas viudas. Todas ricas. Muy ricas. Y todas mucho mayores que él. Demasiado viejas para que cualquier joven sensato se case con ellas. Es por lo que eres su único hijo. Y ésta es la razón por la que jamás volveré a tener otro —yo era demasiado joven para tener hijos, pero él era una bestia, acabó conmigo, me estropeó.
Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare... Moon, moon olser Miami... This is my first affair, so please be kind… Hey, mister, can you spare a dime?... Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare... [Célebre canción ligera de la época.]
Mientras estuvo hablando (yo intentaba no escuchar, porque, al decirme que mi nacimiento había acabado con ella, estaba ella acabando conmigo), estas melodías, u otras semejantes, rondaban por mi cabeza. Me ayudaban a no escucharla, y me recordaban la extraña e inolvidable fiesta que dio mi padre en Nueva Orleans en aquella Nochebuena.
Iluminaron el patio de velas, al igual que las tres habitaciones que daban a él. La mayoría de los invitados estaba reunidos en el salón, donde un pálido fuego en la chimenea arrancaba destellos al árbol de Navidad; otros muchos bailaban en la sala de música y en el patio a los acordes de un gramófono. Tras haber sido presentado a los invitados y agasajado por todos, me enviaron arriba; pero, desde la terraza detrás de la contraventana francesa de la puerta de mi habitación, podía ver toda la fiesta, observar a las parejas mientras bailaban. Vi a mi padre bailando un vals con una mujer elegante alrededor del estanque que rodeaba la fuente de la sirena. Era realmente elegante, y llevaba un ligero vestido plateado que relucía a la luz de las velas; pero era mayor —como mínimo diez años mayor que mi padre, quien, en aquella época, tenía treinta y cinco.
De pronto me di cuenta de que mi padre era, con mucho, el más joven de su fiesta. Ninguna de las mujeres, por encantadoras que fueran, eran más jóvenes que la esbelta bailadora de vals con el ondulante traje plateado. Lo mismo ocurría con los hombres, quienes, en su mayoría, fumaban aromáticos puros habanos; más de la mitad eran lo suficientemente viejos como para ser padres de mi padre.
Vi entonces algo que me hizo parpadear. Mi padre y su ágil acompañante se habían desplazado sin dejar de bailar hasta un lugar semi-oculto por las orquídeas; se abrazaban y se besaban. Me quedé tan sobrecogido, tan furioso, que corrí a mi habitación, salté dentro de la cama y me tapé la cabeza con las sábanas. ¿Qué podía querer mi joven y apuesto padre de una vieja como aquélla? ¿Y por qué toda esa gente ahí abajo no se iba de una vez para que Papá Noel pudiera entrar? Permanecí despierto durante horas oyendo cómo se marchaban los invitados y, cuando mi padre dio las buenas noches por última vez, oí cómo subía las escaleras y abría la puerta de mi dormitorio para echar un vistazo; pero me hice el dormido.
Muchas cosas ocurrieron que me mantuvieron despierto toda la noche.
Primero, las pisadas, el ruido de mi padre subiendo y bajando las escaleras, respirando con dificultad. Tenía que ver qué hacía. De modo que me escondí en el balcón, entre la buganvilia. Desde allí tenía una visión completa del salón, del árbol de Navidad y de la chimenea, donde todavía ardían pálidas llamas. Además, podía ver a mi padre. Caminaba a gatas por debajo del árbol disponiendo una pirámide de paquetes. Envueltos en papel púrpura, y rojo y dorado, y azul y blanco, crujían levemente cuando él los movía.
Me sentía aturdido, ya que lo que veía me obligaba a reconsiderarlo todo. Si se suponía que estos regalos eran para mí, obviamente no habían sido enviados por el Señor ni repartidos por Papá Noel; no, eran regalos comprados y envueltos por mi padre. Lo que significaba que mi detestable primito Billy Bob, y otros tan detestables como él, no mentían cuando se burlaban de mí y me decían que no existía Papá Noel. El peor pensamiento era: ¿Sabía Sook la verdad, y me había mentido? No, Sook nunca me habría mentido. Ella creía. Eso era —aunque tuviera sesenta y tantos años, de alguna manera era al menos tan niña como yo.
Estuve observando hasta que mi padre terminara su tarea y apagara las pocas velas que aún quedaban encendidas. Esperé hasta asegurarme de que estaba en la cama y dormía. Entonces me deslicé hasta el salón, que todavía olía a gardenias y a puros habanos. Me senté allí a pensar: Ahora seré yo quien tenga que decirle la verdad a Sook. Una ira, un extraño rencor, crecía en mi interior: no iba dirigido a mi padre, aunque acabara siendo él la víctima.
Al amanecer, examiné las tarjetas colgadas en cada uno de los paquetes. Todas decían: «Para Buddy». Todas, excepto una que rezaba: «Para Evangéline». Evangéline era una negra ya mayor que bebía coca-cola todo el día y que pesaba trescientas libras; era el ama de llaves de mi padre —también lo había criado ella. Decidí abrir los paquetes: era la mañana de Navidad, estaba despierto, ¿por qué no? No me tomaré la molestia de describir lo que había dentro: sólo camisas, jerseys y tonterías por el estilo.
Lo único que me gustó fue una soberbia pistola de pistones. Sin saber por qué, se me ocurrió que sería divertido despertar a mi padre con un tiro. Y lo hice. Bang. Bang. Bang.
Se precipitó fuera de la habitación, con los ojos de par en par.
Bang. Bang. Bang.
—Buddy, ¿qué diablos crees que estás haciendo?
Bang. Bang. Bang.
—¡Para eso de una vez!
Me reí.
—Mira, papá. Mira cuántas cosas maravillosas me ha traído Papá Noel.
Más calmado, entró en el salón y me abrazó.
—¿Te gusta lo que te ha traído Papá Noel?
Le sonreí. El me sonrió. Fue un largo momento de ternura que se rompió cuando dije:
—Sí, papá, pero ¿qué me vas a regalar tú?
Su sonrisa se esfumó. Sus ojos se entrecerraron con suspicacia —podía leerse en su cara la sospecha de que yo le había tendido una trampa. Pero entonces se sonrojó, como si se avergonzara de pensar en lo que estaba pensando.
Palmeó mi cabeza, carraspeo y dijo:
—Bueno, había pensado que era mejor esperar y dejar que eligieras algo que desearas realmente. ¿Hay algo que quieras muy particularmente?
Le recordé el avión que habíamos visto en la tienda de juguetes de Canal Street. Su rostro asintió. Oh, sí, recordaba el avión y cuán caro era. La cuestión es que, al día siguiente, yo ya estaba sentado en el avión, soñando que me elevaba hacia el cielo, cuando mi padre rellenó un talón para el feliz vendedor. Habíamos hablado de cómo se transportaría el avión hasta Alabama, pero me mostré firme —insistí en que tenía que ir conmigo en el autobús que tomaba a las dos de aquella misma tarde. El vendedor lo solucionó llamando a la compañía de autobuses, que dijo que podrían arreglarlo con facilidad.
Pero todavía no me había librado de Nueva Orleans. El problema ahora era una gran petaca de «Moonshine»; puede que fuera por mi partida, pero el hecho es que mi padre había estado dándole al trago todo el día y, camino de la estación, me asustó al cogerme de las muñecas y susurrarme con amargura:
—No voy a dejar que te vayas. No puedo dejar que vuelvas con esa familia de locos y en ese viejo caserón de locos. Hay que ver lo que han hecho contigo. ¡Un niño de seis años, casi siete, hablando de Papá Noel! Todo es culpa suya, de esas viejas solteronas agriadas, con sus Biblias y sus calcetas, de esos tíos tuyos, todos borrachos. Escúchame, Buddy. ¡Dios no existe! No existe ningún Papá Noel.
Me apretaba la muñeca con tanta fuerza que me hacía daño.
—A veces, santo cielo, pienso que tu madre y yo, los dos, deberíamos pegarnos un tiro por haber permitido que esto ocurriera.
(El nunca se quitó la vida, pero mi madre sí: pasó a mejor vida hace treinta años.)
—Bésame. Por favor. Por favor. Bésame. Dile a tu papá que le quieres.
Pero yo no podía hablar. Estaba aterrado de perder el autobús. Y me preocupaba el avión, atado con correas a la baca del taxi.
—Dilo: «Te quiero». Dilo. Por favor. Buddy.
Dilo.
Por suerte para mí, el taxista era un hombre de buen corazón. Si no hubiera sido por su ayuda, la de unos mozos eficaces y la de un amable policía, no sé qué hubiera ocurrido al llegar a la estación. Mi padre se tambaleaba tanto que apenas si podía andar, pero el policía habló con él, le serenó, le ayudó a mantenerse derecho, y el taxista prometió devolverlo a casa sano y salvo. Sin embargo, mi padre no se iría hasta ver cómo los mozos me acomodaban en el autobús.
Una vez dentro, me acurruqué en el asiento y cerré los ojos. Sentía un extraño malestar. Un dolor agobiante que me hería por todas partes. Pensé que, si me sacaba los pesados zapatos de ciudad, auténticos monstruos torturadores, aquella agonía remitiría. Me los quité, pero el misterioso dolor no me abandonó. En cierto modo, nunca más me abandonó; nunca más lo hará.
Doce horas más tarde estaba en casa, en cama. La habitación estaba a oscuras. Sook, sentada a mi lado, se balanceaba en una mecedora; un sonido tan sedante como el de las olas en el océano. Había intentado contarle todo lo que había ocurrido, y tan sólo me detuve cuando me quedé tan ronco como un perro aullador. Me pasó los dedos por el pelo y dijo:
—Por supuesto que existe Papá Noel. Sólo que es imposible que una sola persona haga todo lo que hace él. Por eso el Señor ha distribuido el trabajo entre todos nosotros. Por eso todo el mundo es Papá Noel. Yo lo soy. Tú lo eres. Incluso tu primo Billy Bob. Ahora ponte a dormir. Cuenta estrellas. Piensa en la cosa más apacible. Como la nieve. Siento que no llegarás a verla. Pero ahora la nieve cae por entre las estrellas.
Las estrellas destellaban, la nieve se arremolinaba dentro de mi cabeza; la última cosa que recordé fue la voz serena del Señor encomendándome algo que hacer. Y, al día siguiente, lo hice. Fui con Sook a la oficina de correos y compré una postal de un penique.
Hoy, todavía existe esa postal. Fue encontrada en la caja de caudales de mi padre cuando murió, el año pasado. Esto es lo que le había escrito: Hola papá espero que estés bien como yo y estoy aprendiendo a pedalear muy rápido en mi avión estaré pronto en el cielo así que mantén los ojos abiertos y sí te quiero. Buddy.