Por: Raúl Valencia Ruiz (@v4l3nc14).
29 de mayo de 2017.- «Los espejos se han roto —decía Manuel Vázquez Montalbán en 1995—, los imaginarios se han esfumado y las razones que generaron las ideas sobreviven, pero, desorientados entre puntos cardinales trucados, ninguna respuesta nos cabe esperar de los horizontes donde en otro tiempo permanecían las siluetas que daban sentido a la Historia y a nuestra historia».
Es muy probable que, bajo esta premisa, la decisión que la asamblea constitutiva del Consejo Indígena de Gobierno (CIG) del Congreso Nacional Indígena (CNI), por la que se determinó nombrar a la indígena náhuatl María de Jesús Patricio Martínez como vocera y representante de los pueblos originarios del CIG para el proceso electoral del año 2018, no sea bien recibida por líderes y militantes de la «izquierda» partidista en México.
Hay quienes consideran que la participación de una candidata indígena —e independiente— a la presidencia del país, abona a los intereses de la clase política en México y a los del gran capital internacional que la controla, en demérito del «proyecto de nación» del Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), liderado por Andrés Manuel López Obrador. Para algunos más, el solo hecho de la participación electoral brinda de legitimidad al sistema político mexicano que se sostiene, en parte, gracias al modelo extractivo que afecta a la totalidad de los territorios indígenas concesionados o en vías de serlo al gran capital internacional.
Sin embargo, la defensa de sus territorios y, junto con ello, el de sus formas de organización social estrechamente vinculadas a la naturaleza, encuentra en la competencia electoral el último de sus recursos. Como lo ha señalado Víctor Toledo, «intentar una transformación de las sociedades mediante la vía de las armas es el acto más descabellado que se conoce» (La Jornada 2016/03/15), de tal forma que, en su propósito, los pueblos indígenas representados por el CNI, apelan a la capacidad de la sociedad civil en México para organizarse y sentar las bases de un nuevo modelo de sociedad.
No se trata, desde luego, del viejo dilema entre reforma y revolución, sino de un llamado a la movilización pacífica emplazada por un horizonte completamente distinto al que nos advirtió Vázquez Montalbán; se trata de comenzar a construir las bases de un mundo que es a la vez biológica y culturalmente diverso.
El Congreso Nacional Indígena, desde su constitución en 1996, ha insistido en un concepto de autonomía basado en la comunidad y el municipio como espacios privilegiados para la toma de decisiones en asuntos que les son inherentes, como el derecho sobre la tierra o las formas de representación. Un principio que se encuentra garantizado en el Artículo 115 de nuestra Constitución, en el que se señala que la célula básica del pacto federal es el municipio que, no obstante, siempre ha estado subordinado a los dos órdenes superiores de gobierno, como son los estados y la federación.
Compartimos con los pueblos indígenas las ideas y los conceptos que les motivan a la competencia electoral, por lo que, de cierta manera, su agenda es la nuestra. Se trata de una apuesta arriesgada, pero, en las circunstancias actuales, respaldar esta iniciativa de los pueblos originarios es un acto más allá de lealtades ideológicas, sino de congruencia con nuestra propia humanidad.