Por: Raúl Valencia Ruiz (@v4l3nc14)
Fotos: Arturo Guzmán Siordia
30 de diciembre de 2015
I
En sus condiciones actuales habitar Guadalajara –sí, Guadalajara a secas, no me acabo de creer lo de la zona metropolitana-, se ha vuelto un asunto arriesgado. En cualquier lugar, a cualquier hora, automovilistas de todo tipo: motociclistas, ciclistas y peatones, sostienen una interminable, tortuosa y difícil relación que muchas veces termina en tragedia.
Hablo desde la experiencia como automovilista; por razones que no vienen al caso narrar, buena parte de mi deambular por la ciudad ocurre a bordo de mi automóvil. No daré ninguna justificación al respecto, no empleo los medios alternativos y punto. No por necio, sólo así es. Lo sé, no estoy atorado en el tráfico, ¡yo soy el tráfico!.
II
Tómese en cuenta como corolario que la capital jalisciense es la ciudad más motorizada del país, con 2.4 habitantes por vehículo y contando. De ahí que las casi perpetuas obras de ampliación, reparación, mantenimiento, etcétera, en las calles y avenidas sean insuficientes.
Habitamos y circulamos en un espacio que en los últimos años no sólo ha venido a tornarse hostil en cuanto a infraestructura, sino que nosotros mismos nos hemos vuelto hostiles hacia los demás, detrás del volante.
Todo esto genera un costo. En cuanto a lo económico, sólo me limitaré a decir que la mayoría de esos vehículos que engrosan la estadística del INEGI sobre automotores en Guadalajara, requieren un mantenimiento constante que muchas veces va en detrimento de otras responsabilidades que pueden ser desde el gasto familiar, hasta el pago de referendos vehiculares o de los seguros.
No somos ricos, pero la mayoría de los poseedores de automóviles en Guadalajara destinamos buena parte de nuestros ingresos a lo autos. Gastamos en ellos como si el dinero no fuera problema. Amén del gasto público para que las calles sean transitables. Objetivo que, a mi entender, ha fracaso miserablemente.
El costo emocional para los automovilistas también es muy alto. Buena parte de ellos experimentan una tensión constante, que más pareciera ser una psicosis. De ahí que, en medio del tráfico, la conciencia más tranquila o la persona más serena, pueda llegar a convertirse en un auténtico cafre. No pensaba José Cruz (Ciudad de México, 1955) en Guadalajara cuando escribió y musicalizó «Un medio día triste», pero hago mías sus palabras cuando dice que: «la ciudad se ha vuelto una novia amarga».
III
Pienso todo esto luego de varios minutos completamente detenido en el «arroyo» vehicular. El motor en marcha y rodeado de otros vehículos sin orden alguno. Yo mismo comienzo a impacientarme. Para evitar ser presa de la ira y asirme del claxon, como lo han hecho otros, me imagino que la escena es otra.
Automóviles particulares, autobuses de pasajeros, camiones da carga, grúas y otros, en esta como coreografía por momentos torpe y ruidosa, recuerdan las escenas descritas por los historiadores, como Geoffrey Jukes, sobre la Batalla de Kursk. Aquellas en las que el Ejército Nazi y el Ejército Rojo desplegaron en conjunto más de tres millones de soldados y siete mil tanques.
Todos nosotros en el tráfico somos como los tanques Panzer alemanes o los T-34 soviéticos. Nos envestimos, carecemos de artillería pero se emplean los claxon como si lo fuera. «Disparamos» contra el que está adelante, contra el que nos cierra el paso, contra el que no se atreve a envestir al que está delante o al lado suyo. Maniobramos, buscamos los huecos y clavamos la delantera del auto en ellos, a la espera de que otros se muevan y salir así de la batalla. Aquello, y esto, debe ser un infierno.
Al final, esta batalla de cláxones no termina; vuelve cada día a ser representada en algún lugar a cualquier hora de la ciudad.
IV
Hay quienes aseguran que todo esto es un caos, en cuanto a mí, lo dudo. Después de todo, el caos tiene la virtud de ser creador, de vitalizarse así mismo como lo hace el arte. Toda esta situación en medio del tráfico, cuando mucho, sólo se trata de un pinche desmadre.