Por: Raúl Valencia Ruiz. (@v4l3nc14)
20 de febrero de 2017.- Una vez dado cuenta de sus intenciones, el Camandulero ordenó a sus monos alados buscar en todos los rincones de La Villa aquello que pudiera ayudar a realizarlas. Así, uno a uno abandonaron la sala del retablo. Pronto, en su delirio, buscaban en los sitios más inverosímiles: En las raíces de los árboles, luego de derribarlos; en el subsuelo de las plazas, después de haberlas demolido; en las conciencias de los hombres, luego de haberlas comprado y es que al que no sabe, cualquiera lo engaña y el que no tiene, cualquiera lo compra.
Fue tanta su desesperación por encontrar aquello no nombrado que incluso avenaron los ríos, hecho que hasta el día de hoy lamentamos quienes de ellos heredamos los despojos de lo que fue alguna vez La Villa.
Sin embargo, para los monos alados sus acciones tenían otro significado. A cualquier precio debían de preservar aquello tan preciado para ellos; el precioso sustento de melaza que mantenía sus alas adheridas al cuerpo; las mismas que les permitían volar lo suficientemente alto como para no escuchar las críticas de los hombres, pero no lo suficiente para darse cuenta de lo nefasto de su obra. La sustancia estaba hecha del material con que están hechos los sueños, y así, como a El halcón maltés todos la codiciaban.
El Camandulero era quién la administraba, no por su sabiduría, sino por que los hombres habían abandonado la razón para abrazar la ignorancia; y en el trance, olvidaron las enseñanzas del hijo del relojero: «Renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad de hombres, a los derechos de humanidad e incluso a los deberes». El haber renunciado a su cualidad de hombres libres los había tornado en monos. El Camandulero —en su momento— fue mono, pero de ello él ya no recordaba, o por lo menos así lo creía.
Una de sus intenciones era la de preservar su posición, perpetuarse, y para ello era necesario hacer creer a los hombres que antes de él no había nada, sin él no habría nada y por él todo hay. Estas ideas las había aprendido de otro como él, de aquel que lo había librado de su condición de mono con la esperanza de lograr un guiñol sumiso y condescendiente ¡tarde descubrió su error! El Camandulero pronto se apropió de las artes de su mentor y con el ostracismo le agradeció el gesto.
—«¡El rey ha muerto, viva el rey!», gritaron al unísono quienes presenciaron la infame ceremonia y uno a uno se postraron ante el nuevo señor de los monos. Garante proveedor del precioso sustento de melaza.
Los seres humanos ignoraban que ese líquido más o menos viscoso, de color pardo oscuro y sabor muy dulce, era el residuo de un alimento más noble, reservado para una minoría y producido por la inmensa mayoría de hombres, mujeres y niños inmersos en un sueño, que más bien parecía una pesadilla, inducido por los Hombres grises de los que ya alguna vez la humanidad se había librado.
Así, el Camandulero contaba con los monos alados, ejecutores de sus caprichos y de los Hombres grises que él no controlaba, pero que siempre se mostraban voluntariosos y obsequiosos con sus ideas de búsqueda. Porque ha de saberse que siempre que el Camandulero, buscando realizar sus intenciones, se desprendía de un bosque o de un canal, los Hombres grises se presentaban con sus ábacos y luego de un par de operaciones mostraban sus cuentas para luego requerir los servicios de los monos alados para que las mismas se cumplieran.
—«¡Industria! ¡Industria!», gritaban mientras agitaban sus torpes alas, acarreando a los hombres volcados en las ciudadelas perdidas.
Quien dijo que la riqueza de pocos era la miseria de muchos seguramente pensó en una historia como esta; y es que aunque pareciera increíble, la ignorancia todo cubre, a todos engaña y permite que personajes como el Camandulero vuelvan sus caprichos Ley, apoyados de los monos alados.