Por: Raúl Valencia Ruiz (@v4l3nc14)
9 de diciembre de 2016.- «No son ni deben ser distintas la moral en el poder y la moral en la oposición —afirmaba Carlos Castillo Peraza en agosto de 1988—. El sometimiento de la política a la ética es una radical afirmación del partido. A ella nos hemos atenido y nos seguiremos ateniendo […]»
Sin embargo, la supuesta transición democrática que significó el triunfo de la oposición electoral, en las elecciones para Presidente de la República en el año 2000, echó por tierra muchas de las «radicales» afirmaciones del Partido Acción Nacional (PAN), en cuanto al ejercicio del poder público.
Si aceptamos como premisa que, en algún momento (no se cuál), el PAN representó los anhelos de una sociedad más justa, democrática y constituida por ciudadanos e instituciones libres, su degradación comenzó mucho antes del año 2000. En Jalisco, las administraciones de los panistas Alberto Cárdenas Jiménez (1995-2001), Francisco Javier Ramírez Acuña (2001-2006) y Gerardo Octavio Solís Gómez (2006-2007), allanaron el camino para que Emilio González Márquez ejerciera el cargo de Gobernador Constitucional del Estado Libre y Soberano de Jalisco para el periodo 2007-2013; en el que se vieron vulnerados muchos de los principios de nuestra pretendida democracia, así como fueron agraviados miles de jaliscienses en sus bienes y sus personas.
En algún lugar se ha dicho que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Probablemente este fue el caso del exgobernador González Márquez, cuya administración contó con el apoyo de las élites empresariales; desde luego, aquellas a las que él cobijó con el gasto público; de los partidos políticos, a cuyos líderes concedió algunos cargos en recíproco tráfico de influencias; así como de la Arquidiócesis de Guadalajara, representada por el Cardenal Juan Sandoval Íñiguez, a quien veladamente se delegó la toma de decisiones en materia educativa y de política social en el Estado.
Situación que puso en evidencia el hecho de que en Jalisco carecemos de contrapesos que sancionen los excesos de la clase política y que sean capaces de acotar su influencia, en caso de que sus decisiones atenten en contra del interés público. «Yo se lo que se tiene que hacer en Jalisco», afirmaba orondo y visiblemente borracho Emilio González Márquez durante el episodio del banquete con los miembros de la Asociación Mexicana de Bancos de Alimentos (AMBA) en 2008, al tiempo que mostraba «un pinche papelito».
Muy pocas voces se atrevieron a cuestionar y a denunciar públicamente los excesos del gobernador. Entre ellas la del doctor Roberto Castelán Rueda, en aquel momento Rector del Centro Universitario de los Lagos de la Universidad de Guadalajara, ubicado en la ciudad de Lagos de Moreno, Jalisco. Además de su labor académica, administrativa y docente, Roberto Castelán desempeñaba un rol como formador de opinión pública, a través de su columna semanal en las páginas del periódico Milenio y en las frecuencias que integran a la Red de radiodifusoras de la Universidad de Guadalajara en Jalisco.
Al día de hoy, los mexicanos padecemos los estragos y las consecuencias de gobernadores corruptos; como botón de muestra recordemos el caso de Javier Duarte de Ochoa, el exgobernador priísta de Veracruz prófugo de la justicia. Es por ello que Roberto Castelán se ha dado a la tarea de recordarnos que, ante la ausencia de los contrapesos que equilibren el ejercicio del poder público, la sociedad civil, en sus múltiples manifestaciones, debe hacerse oír.
Con la publicación de Poder, deber y beber (STAUDEG, 2016), Roberto Castelán nos invita a recordar que, en Jalisco, aún persisten muchos de los conflictos que la administración de Emilio González Márquez legó a los jaliscienses.
Tal es el caso del empleo de los fondos para el retiro de los trabajadores del estado, para la edificación de complejos turísticos a costa también de predios ejidales en las costas de Tenacatita. O el drama de familias que fueron separadas a causa de una red de tráfico de niños, a través de adopciones ilegales, que involucra a irlandeses, a jueces y a funcionarios del Registro Civil en el estado. Recordar estos y muchos otros agravios que se cometieron durante el gobierno de González Márquez, conlleva, necesariamente, un ejercicio de reflexión que nos permita superar la crisis de nuestro sistema político.
Los mexicanos no debemos habituarnos a exgobernadores en fuga o impunes, como tampoco merecemos que el interés público sea para el beneficio de unos cuantos. Porque, «en un sistema enfermo —apunta Roberto Castelán —, con una democracia debilitada, un fanático religioso, además alcohólico, podría llegar a convertirse en una figura indispensable para ese mismo sistema. También para los ciudadanos que lo eligieron».
Desde lo anterior, Poder, deber y beber (STAUDEG, 2016) es una invitación al pueblo de Jalisco, y de México en general, a resistir, a no aceptar el horror como habitual, porque ninguno de los agravios que todos los días nos vulneran son «normales» y porque nada es imposible de cambiar.